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viernes

¿Por qué nos gusta hablar de comida?

Hasta hace unos años, bastaba saber algo de literatura, cine o política para hacer interesante una charla. Hoy, la gastronomía es "el tema". Desde neurólogos hasta diseñadores de restoranes, pasando por filósofos, cada uno tiene su respuesta a este fenómeno.  

Autor: Fernanda Nicolini

 Hay preguntas que surgen en la cocina de la casa de tus padres con el televisor prendido mientras tu madre anota y repite cosas como "tomates confitados", "chutney de manzana", "leche de coco". Y que te llevan a perseguir a Narda Lepes en eventos exclusivos, a pedirle a un diseñador de restaurantes que te revele sus trucos, a inscribirte en un curso de filosofía, a consumir televisión gastronómica hasta las cuatro de la mañana, a seguir rastreando a Narda Lepes, a morder un sándwich ante la mirada examinadora de Pablo Massey y hasta a sentarte en un consultorio neurológico para saber qué pasa en un cerebro gourmet. Hay preguntas tan sencillas que sus respuestas son múltiples, dispersas, y sin embargo, en algún momento nos las hacemos: ¿por qué nos gusta tanto hablar de comida?

Comida casera
Mis padres son anecdóticos -en esta historia, quiero decir-, pero bien podrían funcionar como el ejemplo inductivo de cierto fenómeno: en mi adolescencia, digamos hace unos quince años, el menú de la cena no se discutía. Con tantos niños desnutridos en el mundo, se come lo que hay. Lunes, milanesas con ensalada; martes, puchero; miércoles, fideos; y así. Y con la tele apagada para poder charlar en familia de las cosas que se charlan en familia (¿puedo ir a bailar a la noche?; acordate de llamar a tus abuelos; ¿cómo que Dios no existe?). Una mesa típica de clase media urbana.

Desde hace un tiempo, entrar en la cocina de mi madre -que nunca fue ama de casa ni lo será- es como entrar en un set de elgourmet.com . A la pregunta, ahora semanal, de qué hay de comer, le surgen respuestas que desbordan exotismo: moqueca bahiana, brótola al pil pil, brusquetas con albahaca cosechada en el balcón. No sólo cambiaron los colores y olores, el guión también es otro: mientras comemos, mi padre hace alarde de su nueva técnica para hacer el risotto y mi madre le explica cómo flambear los panqueques rústicos de Francis Mallmann o nombra a Juliana y Maxi ( López May ) como si fueran parientes. En la mesa familiar, ahora hablamos de comida y la tele queda prendida, clavada en cualquier canal que, como nosotros, también hable de comida.

La tele. Primer plato de la pesquisa.
Cuando a Ruth Reichl, la crítica gastronómica más famosa del mundo -para serlo hay que haber escrito en Los Angeles Times y The New York Times o editado la desaparecida Gourmet Magazine -, le preguntan por qué los chefs se han convertido en estrellas de rock, ella dispara: "¡TV, TV, TV!".

Un zapping rabioso a cualquier hora le da la razón. Mientras Narda Lepes cocina las recetas de Doña Petrona junto con su tía en Utilísima (¡el pase del año!), Donato habla de los pomodori arraganati de su infancia, el inglés Jamie Oliver hornea panecillos con uvas, Anthony Bourdain nos hace desear su vida de trotamundos gastronómico, Ronnie Arias (conduce un reality de chefs amateurs y el protagonista de Man vs. Food hace de la gula una virtud: comerá todo lo que encuentre a su paso. La comida como espectáculo (lo que incluye, también, una cantidad proporcional de programas para adelgazar y tener el esqueleto de Kate Moss).

Detrás de la pantalla con tanto sabor para imaginar, hay alguien que mueve los hilos. Como Natalia Licovich, jefa de Programación y Contenidos de El Gourmet, la señal de cable que surgió hace diez años con programas de estudio al estilo Dolli Irigoyen, y que en el último tiempo, además de duplicar la cantidad de suscriptores en América latina (de 9.950.000 en 2005 a 17.820.000 en 2010), evolucionó hacia formatos impensados (viajes, realities, concursos). "La clave es que sean programas divertidos y que sirvan de excusa para seguir hablando de comida", dice Natalia, que desde que entró en el canal, hace ocho años, experimenta algo similar a lo que me pasa a mí con mis padres. "Los programas fueron cambiando a la par del público, se retroalimentan: antes, la gente ni siquiera conocía los términos; y ahora, pregunta con qué se puede maridar la comida o cuál es el punto de cocción de una carne. Me ha pasado ir a la verdulería y escucharle a una señora decir: «A mí no me dé cebollas, deme echalotes». ¿Por qué? La comida está vinculada con el placer de los sentidos, con recuerdos muy primarios, y un programa gastronómico es eso: un placer que empieza y termina. ¿A quién no le gusta seguir hablando de lo que le hace sentir bien?", razona Natalia por teléfono.
Anoto "placer", "recuerdos", y miro de reojo la tele con el anticipo de lo que será la bomba de El Gourmet para diciembre: Amigos x la cocina , el primer docurreality gastronómico, así dice, en el que un grupo de cocineros -entre ellos, Francis Mallmann, Maru Botana (¿sin hijos?), Fernando Trocca , Juliana López May y Pablo Massey- vivirá en una estancia de San Antonio de Areco.
Hace un tiempo, cuando se estrenó la película Julie & Julia -en la que Meryl Streep interpreta a Julia Child, la Doña Petrona norteamericana-, el crítico gastronómico Michael Pollan, tan célebre como Ruth Reichl, escribió que los programas de televisión, en vez de estimular un regreso a la cocina, mantienen a los espectadores con una mano en el control remoto y la otra en el teléfono para pedir delivery. Ruth le salió al cruce. Para ella, todos cocinamos más, hombres y mujeres, y le damos al hecho un carácter festivo. ¿Qué pasa acá? ¿Qué piensa alguien como Narda Lepes, que desde la tele te habla a vos y te dice que si no tenés tomillo, lo podés reemplazar con laurel? ¿Hablamos más de comida porque cocinamos menos? ¿O porque cocinamos más?

Narda Lepes. Segundo plato.
El hambre y las ganas de comer
El mercado de San Telmo hoy está lleno de pizarras que, como pistas para Hansel y Gretel, anuncian el recorrido que debemos seguir: "Comprá aquí la mejor morcilla vasca", "Probá los dulces caseros", "Encargá conejo". La masa amorfa pero compacta que vino a la presentación exclusiva del último libro de Narda Lepes, Qué, cómo, dónde. Guía de compras, se mueve entre los carteles hasta llegar a una esquina del predio, ahí donde un émulo de Ratatouille corta lonjas de cerdo que se deshacen sobre el pan y las camareras maniobran con las bandejas en alto -langostinos gorditos, brusquetas de jamón crudo sobre ellas- hasta que una mano, dos, tres, diez, hacen desaparecer esas delicias al instante.

Mi objetivo era encontrar a Narda, hacerle un par de preguntas, manotear un bocadito y salir de ahí. Pero no puedo. Ni dar con Narda -cada vez que me quiero acercar a ella, alguien le pide sacarse una foto- ni salir de ahí. Quizá sea el olor del shawarma, que me atrae como un encantador de serpientes y me lleva a ponerme en la fila para conseguir mi porción. Al mi lado, una señora -editora, periodista o crítica gastronómica, los únicos invitados al evento- cree que comerse un cupcake esponjoso bañado en azúcar rosa es un buen tentempié previo. Osada.

-¿El pin? -me pregunta el hombre del shawarma cuando me toca mi turno.
-¿Qué pin?
-Si no tenés pin, no te puedo servir comida.
Como si nunca antes hubiera comido, como si se tratara de ayuda humanitaria, corro hacia una de las salidas, pregunto: "¿Pin, pin, dónde consigo pin?", y cuando logro que una chica me prenda el pin en la camisa, siento que finalmente pertenezco al mundo de Narda Lepes. Aunque ya es tarde: al volver a la masa que se empezó a dispersar, el hombre del shawarma está limpiando el asador y Narda..., Narda se sentó con un grupo de íntimos a tomar un porrón de cerveza. Quizá no sea el momento para hacerle una pregunta existencial como la mía.

Así que me voy con una promesa de la agente de prensa de que Narda me atenderá por teléfono y con algunas cifras que confirman que los libros de cocina tienen más éxito que la literatura (Petrarca, hace siete siglos, ya se quejaba de esto): Comer y pasarla bien, el primer libro de Narda, va por la octava edición, tiene una de lujo, otra booket y vendió más de 60 mil ejemplares en total. "Casi ningún autor nacional de literatura vendió eso en los últimos cinco años, excepto Federico Andahazi y Guillermo Martínez", confirma Ana Wajszczuk, de Grupo Planeta.

También me voy con una suerte de epifanía que me genera más preguntas. Ninguno de los que nos agolpábamos tras el shawarma lo hacía por hambre, sino por ganas de comer. ¿Por qué?

Médicos, neurólogos, nutricionistas. Tercer plato.
El sabor esta en tu mente:
-¿Qué pasa cuando me ponen un bife de chorizo con papas rústicas sobre la mesa?
-¿Papas rústicas?
-Sí, así les dicen ahora.


Daniel Martínez, especialista en neuropsiquiatría del Centro de Estudios de la Memoria y la Conducta (Ineco) , se ríe antes de contestar. A su lado está Sol Vilaro, nutricionista del mismo centro, que se adelanta: "Olés la carne asada, ves los colores, y empieza a producirse la fase cefálica de la digestión. Esto quiere decir que antes de comer, tu cerebro empieza a mandar estímulos para que el cuerpo segregue hormonas".

Brando: ¿O sea que todo empieza en la cabeza?
Martínez: Primero hay que aclarar que hace cincuenta años, nadie pensaba tanto en la comida, la gente comía para vivir. Por eso, nuestro cuerpo está preparado para comer, pero no para sentir el arte de la comida ni para hacer de eso una cuestión social.
Brando: ¿Y entonces?
Martínez: Nosotros tenemos dos centros cerebrales: el del hambre y la saciedad, que es muy básico y antiguo y que es el que te dice: "Tenés que comer porque hace mucho que estás en ayunas" y después te avisa que estás saciado. Y el otro es el que está relacionado con el aspecto social: es el de la recompensa inmediata, que se ubica en el lóbulo frontal, y hoy está en boga en los estudios de obesidad. Por ejemplo: vas al kiosco, te comprás algo dulce y no bien lo mordés, ya sentís placer aunque el cuerpo no haya empezado a digerirlo.
Vilaro: Además, la primera vez que uno prueba un sabor nuevo, se libera un neurotransmisor. Después, basta con que pienses en ese alimento o lo veas, por ejemplo en la tele, para que se libere.
Brando: ¿O sea que hablar de comida también da ganas de comer?
Martínez: Sí, pasa lo mismo que con el sentido de la vista o el olfato. No es una cuestión de hambre, sino de información que va entrando en los centros de placer y que busca una recompensa.
Vilaro: A esto hay que agregarle que el gusto es cultural. Cuando un chico dice que no quiere comer algo, es porque tiene miedo a lo nuevo. Pero está comprobado que hay que insistirle hasta doce veces para educarle el gusto.
Brando: ¿Se puede educar el gusto de toda una sociedad?
Vilaro: Sí, y pasó con el sushi, el kiwi, la rúcula o la comida peruana. Hay placeres culturales colectivos que se imponen por modas y tendencias.
Son las siete de la tarde, me hace ruido la panza, el centro del hambre y la saciedad está activado, anoto: "placeres culturales colectivos", "el gusto es educable", "la comida como cuestión social". ¿Quiénes creen que el placer es un objeto de saber y un arte de vivir? 

Filósofos hedonistas. Cuarto plato. 
Los pensadores de la cocina
Lo dice uno de los personajes de Cuando Harry conoció a Sally: "Los restaurantes vienen a ser en los años 80 lo que los teatros eran para la gente en los 60", y ahora lo refuerza Luis Diego Fernández, que se especializa en la relación entre la filosofía y la gastronomía: "Lo que ocurrió en los últimos años es un cambio de paradigma: antes, era culto alguien que sabía de libros, de arte, de música. Hoy, es culto el que puede hablar de vinos, de comida, de cocina thai o platos peruanos, alguien que tiene un conocimiento sensible, y por eso un chef es un referente cultural. Después viene el tema del marketing y el consumo, pero primero está el cambio en la subjetividad".

En un mundo que se divide entre la desnutrición y la obesidad, la comida se redefinió como un bien cultural que circula en el mercado y tracciona masas tanto como el turismo (de ahí que haya tours culinarios y pueblos gastronómicos). Umberto Eco lo reconoce en el prólogo del libro de Elena Kostioukovitch Por qué a los italianos les gusta hablar de comida, en el que cuenta que cada vez que hizo varios kilómetros para probar una cerveza o un plato especial, fue por razones culturales más que de paladar.

Ahora estamos sentados en Bar 6, y a Luis Diego le acaban de traer el primer plato de su menú antipanic (que consiste en sopa de espárragos, wok con pollo y vegetales y jugo de zanahorias).

Brando: ¿Por qué será antipanic?
Fernández: Es como a la ensalada de frutas, que le dicen "huracán de frutas" (¿qué hacen, te tiran la fruta por la cabeza?). Ya en el siglo XVIII, Grimod de La Reynière, padre de la escritura gastronómica, consideraba el comer como un acto teatral, con roles, actores y un texto.

También por esos años, el francés Antonin Carême -otro padre de la gastronomía- se adelantaba a la lingüística de Saussure y se daba cuenta de que el nombre de una comida podía hacerla más o menos apetecible. Sacó de los menúes el calzón de buey, los culos de alcachofa y los pedos de monja glaceados (sí, todo esto existía) y rebautizó cada plato con nombres más poéticos y barrocos.

Todo esto lo cuenta uno de los filósofos hedonistas más célebres de los últimos años, Michel Onfray, autor de La razón del gourmet y de El vientre de los filósofos (best sellers mundiales, a tal punto que Onfray se convirtió en una celebrity) y lectura recomendada en uno de los cursos de Filosofía y Gastronomía que dicta Luis Diego. Sentada entre mis nuevos compañeros -un empresario, el dueño del restaurante Sotto Voce, tres abogados, un jubilado, un ama de casa y una administradora de campos-, escucho a Luis Diego hablar de Brillat-Savarin, autor del famoso libro La fisiología del gusto, de 1825; de la tradición platónica que niega el cuerpo y el placer, de los autores que dicen que la filosofía y la gastronomía son un arte de vivir, como Nietzsche o Foucault.

"Es muy sintomático -dirá Luis Diego en un momento de la clase-: los canales y las revistas de gastronomía arrancaron con la debacle de 2001. Entonces, en vez de pensar la cultura gourmet como algo frívolo, ¿no se la puede ver como un acto de resistencia frente a una realidad caótica? ¿Como un intento de reivindicación del individuo en el arte de vivir?"

Una pregunta lanzada en una clase puede generar dos cosas: silencio absoluto o una catarata de opiniones diversas. En este caso, nadie se quedó callado. Desde los menúes gourmet de McDonald's hasta la pérdida de valores religiosos. A todos nos gusta opinar. ¿Y dónde podemos decir lo que se nos cante además de en una cena con amigos regada de mucho vino?

Internet. Quinto plato.
Yo opino
Un viernes cualquiera, 30 mil personas consultan online la Guía Oleo para saber qué dijeron otros sobre el restaurante al que planean ir. Resulta mucho más creíble, parece, la opinión del hombre de a pie que la de un crítico (que podría estar un poco influido por variables extraculinarias, como una vieja amistad con el dueño del lugar). Esa es la premisa, precisamente, que en 2003 llevó a Esteban Brenman y a un grupo de amigos a los que les encantaba comer y, sobre todo, hablar de comida a armar un sitio en el que los usuarios, en principio ellos mismos, calificaran los restaurantes a los que habían ido. Lo llamaron Guía Oleo.

Hoy, es un referente de guía gastronómica sin haber invertido un peso en publicidad, está en el puesto número dieciséis de los sites más visitados de Argentina y cuenta con más de 100 mil comentarios. "Si hubiéramos usado este mismo formato con películas, no sé si habría funcionado -arriesga Brenman-. Porque la comida es, quizás, el único rubro en el que todo el mundo se siente capacitado para opinar con autoridad."

(Kostioukovitch, la autora de Por qué a los italianos..., llegó a la misma conclusión: "En todas partes, comiendo en familia, con amigos en un restaurante, con colegas en un congreso científico, al hablar de comida se usa un lenguaje que es accesible para todos, que a todos entusiasma, un lenguaje democrático y positivo. De comida, pueden hablar personas de toda clase y condición.")

La pregunta, entonces, es: ¿por qué ahora se habla de comida más que antes? Brenman arriesga: "Creo que en un mundo globalizado bombardeado de información, la gente quiere saber cada vez más cómo funcionan las cosas. Pasa con la tecnología, pasa con la comida: hablamos de grasas trans, sabemos cómo es la comida thai o la ayurvédica y qué es un Pinot Noir. A esto se le suma internet 2.0, que generó una necesidad imparable de conectarse, de opinar. Y la comida es un tema ideal para eso".

¿Qué genera que esas voces cibernéticas alaben o destrocen un restaurante? ¿Quién sabe los trucos para que un lugar sea exitoso?
Diseñador de restaurantes. Sexto plato.
Los bollos de la abuela
Horacio Gallo sabe que el éxito de un restaurante es 60% la comida, 40% el diseño. Eso dicen los expertos en estadísticas, y a él le toca hacer que funcione la segunda porción de la fórmula. Montó y diseñó Sudestada -uno de los primeros restaurantes de cocina thai de Buenos Aires, ahora con sucursal en Madrid -, con el que llegó a la misma conclusión que los neurólogos: la memoria visual es una de las claves. "Cada lugar debe tener algo inolvidable. En Sudestada, es el reloj de la pared; te queda en la cabeza", cuenta. Sabe que el azul es demasiado frío para llevarse bien con la comida, que el filamento de la luz nunca debe dar en el ojo, que las servilletas tienen que ser de buen algodón para que no raspen la boca, y que para que un restaurante tenga alma, debe contar con un relato que apele a la memoria emotiva, esa que hace que, en algún momento de la comida, te transportes a un momento de felicidad, de la infancia, de la casa materna.

" En Nucha, por ejemplo, buscamos volver a un origen ideal de la marca, que es la historia de la dueña de la cadena, que empezó a hacer tortas en la cocina. Entonces, le inventamos un pasado al lugar y lo convertimos en una especie de cocina francesa gigante con boisseries recicladas. Trabajamos con el recuerdo de la abuela de cualquiera de nosotros."

Pasamos de la cocina de la abuela a La Panadería de Pablo Massey, el último proyecto de Gallo, que, como dice su nombre, es el nuevo restaurante del conocido chef, en el que un montón de panes se exhiben en un mueble campestre, junto con latas del exclusivo té de Inés Berton, mientras que en el lado opuesto del espacio, tres cocineros preparan tranquilos y a la vista de todos lo que les van encargando (lejos quedaron los tiempos en que, como cuenta Confesiones de un chef, en Confesiones de un chef, las cocinas tenían que estar en el sótano, como cámaras de tortura, bien lejos de los comensales). "Hoy, el chef es el actor principal, y por eso está bueno mostrar el backstage -sigue Gallo-. Para mí, un lugar tiene que tener el espíritu del chef, y el mensaje de este restaurante, que ofrece un buen sándwich de lomito, brusquetas de jamón crudo o ensalada griega, es una mezcla de refinamiento, cambalache barrial y panadería."

En eso estamos cuando la camarera me trae el sándwich caprese que había pedido y, con el sándwich, aparece la mano de su creador, Pablo Massey, que se presenta y, a la espera de mi mordida, dice: "Quiero que primero toques el pan y sientas su textura amable, que huelas la albahaca, los tomates, que veas los colores y ahí sí, que muerdas".

Las imágenes y los sonidos se empiezan a suceder en mi cabeza en plano secuencia: la programadora del Gourmet hablándome del poder de un chef televisivo sobre mis gustos; los neurólogos advirtiéndome que con una sola mirada, mis hormonas ya se dispararon; Carême, el viejo filósofo Carême, y la importancia de escuchar que "un pan es amable"; mis días de colegio, cuando esperaba salir al recreo para comprarme el especial de salame y queso; esta mesa de mármol sin pulir en la que me siento cómoda; la luz que no molesta; la silla que me contiene... ¿Y todo esto porque me trajeron mi plato?




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