Para las decisiones nutricionales, los niños dependen de los adultos significativos para ellos. Actualmente, y en la mayoría de los casos, existe una carencia de asesoramiento a estos adultos sobre qué es lo que debe comer un niño y sobre cómo hacer la transición de la lactancia materna a la alimentación. Como seres omnívoros tenemos un gran dilema desde niños: decidir qué es bueno para comer, qué es toxina y qué es nutriente.
Fuente: www.enfasis.com
Autora: Mónica Katz
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Los seres humanos venimos equipados con un mecanismo que se llama neofobia. Es un rechazo innato a lo desconocido, en este caso a la incorporación de nuevos alimentos en la dieta. Ese rechazo es vencido con bastante facilidad en el niño, pasando a una neofilia, momento en el cual va a aceptar lo nuevo, en este caso, el alimento que no conocía hasta entonces. En algunos niños este proceso es difícil, ya que son neofóbicos, no sólo con la alimentación sino en su estilo de vida.
Es así como los padres se encuentran ante esta cuestión: ¿cómo se supera la neofobia de un chico? Y la respuesta es: por experiencia. Las personas prefieren siempre lo conocido. El método más efectivo consta de la exposición, repetida entre 12 y 15 veces cada dos o tres días, a una comida nueva, que genera neofobia, en pequeñas cantidades. Otra opción es ofrecerla acompañada de alguna ya preferida por el niño. Los padres muchas veces interpretan el rechazo como una reacción exclusivamente en contra del alimento, desconociendo que la neofobia es normal. Es importante tener en cuenta que el buen clima emocional durante las comidas en familia también contribuye a incorporar un alimento a la dieta de un niño y volverlo parte habitual de su repertorio nutricional.
Otro aspecto es lo que se denomina aprendizaje social. ¡Es que los niños no nos escuchan tanto! Ellos miran a su alrededor y lo que observan se transforma en modelo a imitar, para bien o para mal. Para facilitar la incorporación de un alimento, es necesario que vean que en la casa se come variedad de alimentos y, particularmente, aquellos que el chico rechaza. De esa manera, utilizando el modelo de los adultos como referente, consumirán una dieta saludable y balanceada. Este es otro de los temas en el que hay que asesorar a los adultos.
Otra de las cuestiones en la alimentación infantil tiene que ver con las porciones. Frente a la creciente prevalencia de obesidad infantil es fundamental aclarar que la porción que una persona sirve tiene relación con su propia imagen corporal, por lo que los adultos muchas veces sobreestiman el volumen que preparan para los niños aproximadamente entre dos y tres veces. Por lo tanto, el adulto en general posee una expectativa de consumo mayor al requerimiento energético real. Al año de edad, un niño tiene que consumir, en promedio, 1000 calorías, sumando cien más por cada año de vida. Por su lado, padres y abuelos disponen menús de un valor calórico que supera las 2000 kcal diarias.
Factores externos y responsabilidad compartida
Cuando los chicos crecen y están en edad escolar, comienzan a cotejar los hábitos alimenticios de su casa con los de su grupo de referencia en el colegio, por ejemplo, y entre sus amigos. Es decir, se generan modelos de identificación que incluyen también, los nutricionales. Es aquí donde comienza una especie de contaminación cultural, en la que la publicidad también posee alto impacto. De hecho, la palabra de los niños al momento de la decisión de compra en el supermercado es uno de los principales ejes de la lista de alimentos de la canasta familiar.
Una etapa compleja es la de la adolescencia, donde comienza a formarse la identidad. En esta formación de identidad están en juego dos elementos: el modelo de los pares que rodean a los chicos y la necesidad de pertenecer. Es así como pueden desencadenarse trastornos alimentarios, adherirse a tribus alimentarias, e incluso hasta pueden hacerse veganos- vegetarianismo extremos-, llegando también a cuadros obsesivos organizados alrededor de la salubridad de los alimentos.
Para la alimentación de un hijo hay un modelo: el de responsabilidad compartida. Implica que los padres, figuras significativas en la vida de un niño, sean los responsables de lo que se compra para comer en casa. Ellos van a socializar al niño enseñándole que en Argentina se comen cuatro comidas, por ejemplo, que la cena es la más importante y que el desayuno no lo es tanto. También son los padres los que establecen si se come con la TV encendida o alrededor de la mesa y disfrutando del diálogo familiar. Los padres son los responsables del alimento que hay en la casa, de cómo se come, en qué entorno y en qué horario. Sin embargo, el único que puede decidir cuánto hambre tiene es el niño. Es muy común la utilización del alimento como premio o, por el contrario, el uso de recompensas para lograr la ingesta de alimentos rechazados por los hijos, e incluso la presión para comer porciones más allá de la necesidad de los menores. A veces la comida es una forma de discriminación involuntaria: si uno de los hijos es más delgado recibe la comida “habitual” de la casa, la que comen todos, y el niño que tal vez esta excedido de peso, come sólo carne magra con tomate. Es necesario empezar a respetar las señales de saciedad de los chicos desde los primeros meses de vida. Por último, siempre hay que recordar las cuatro funciones fundamentales de la comida: nutrición, placer, socialización y regulación de estados emocionales y estrés.
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