La papilla asfixiante de mamá
Por Graciela Sobral *
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Madre - hija Picasso |
Recibo
muchas demandas de madres, tanto en la consulta privada como en el
Servicio Público de Salud. Se trata de mujeres que se presentan como
madres y consultan por lo que les pasa con sus hijos, especialmente con
sus hijas, o que son derivadas por los profesionales que tratan a sus
hijos. Los motivos de la consulta son diversos: sus hijos padecen
anorexia o adicciones, la relación con éstos es difícil e incontrolable;
desde que nació el hijo la vida de pareja va muy mal, desde que tuvo
hijos no tiene ningún deseo sexual, lo que ocasiona problemas en la vida
familiar, etcétera. Voy a presentar dos viñetas clínicas para ilustrar
la cuestión que quiero mostrar.
Rosario consulta hace un año por la relación tormentosa que tiene
con su hija de 14 años, que padece anorexia. Las peleas entre ellas son
constantes y muy duras; su marido o no hace nada o defiende a su hija.
Ella es una mujer poco cariñosa, exigente. Su hija le pareció odiosa
desde que nació, no le gusta cómo es en ningún aspecto y se enfada mucho
con ella. Para evitar la angustia necesita tener todo controlado. ¿Qué
es lo que la angustia tanto? El curso de las entrevistas la lleva a
hablar de la relación difícil que ha tenido con su hermana y a darse
cuenta de que le pasan con su hija las mismas cosas que le pasaban con
su hermana, que era la protegida de su padre. Este descubrimiento la
divide subjetivamente y la cuestiona. Comienza a sentirse mal ella
misma, más allá de la relación con su hija. Luego puede desplegar algo
de la queja hacia sus padres, y relata una escena de abuso sexual en la
adolescencia por parte de su tío, episodio que ella había contado en su
momento a su familia. Aún hoy le sorprende y no comprende que ellos
nunca se enfadaran ni dijeran nada a su tío. Ahora puede hablar de las
grandes dificultades que ha tenido con los hombres; de la relación con
su marido y de la vida sexual. Ya no habla de su hija, con la que ha
dejado de pelearse y mantiene una relación mucho más distendida.
Pilar consulta porque su hijo no estudia, parece que no va a aprobar
ni siquiera los estudios secundarios y ella no lo puede soportar. Es
una profesional muy prestigiosa y se dedica abnegadamente a su trabajo.
Está separada de su marido desde que su hijo tenía tres años. El hijo se
queja de que su madre sólo se ocupa de su trabajo. Ella intenta suplir
su ausencia con regalos de todo tipo y de gran valor, y consiente
ciertos malos tratos de parte del hijo cuando se enfada con ella, porque
siente culpa por dejarlo tanto tiempo solo. En el transcurso de las
entrevistas comienza a pensar que tal vez no se trate tanto de darle las
cosas materiales que él le exige y que luego no valora, sino de darle
otra cosa: preocuparse por sus asuntos, hacerle una comida que le guste.
Interrogada por la analista sobre su vida sentimental, cuenta que su
madre tenía un amante: ella lo sabía porque los había visto juntos y
sentía rabia contra su madre por lo que le hacía a su padre; y cuenta
que su abuela, siendo viuda, convivía con un hombre en semisecreto y a
ella le daba mucha vergüenza. Pilar no puede estar con un hombre, se
separó de su marido cuando tuvo a su hijo y sólo tiene relaciones
esporádicas con hombres que viven muy lejos. Hablar de ello le permitió
pensar que no soporta ser la mujer de un hombre, que ha privado a su
hijo de la posibilidad de tener un padre, y se pregunta por qué no puede
amar. Estas interrogaciones a su posición subjetiva han supuesto
algunos cambios: por ejemplo, ya no le consiente a su hijo los malos
tratos.
¿Qué significa ser madre? ¿Qué se esconde tras la maternidad? Según
lo que vemos en estos casos, el problema con los hijos oculta y toma el
lugar de una dificultad vinculada a la posición femenina y a la
sexualidad. Los problemas de la madre obturan los de la mujer; los hijos
tapan al hombre. Por otro lado, este tapón del deseo sexual produce
angustia, lo que muchas veces lleva al sujeto a consultar. Cuando las
cuestiones vinculadas a la madre en tanto mujer pueden comenzar a
manifestarse, los problemas con los hijos pierden fuerza. Cuando la
madre logra cuestionar su omnipotencia, su exigencia (de que el
objeto-hijo se adecue a su demanda), y comienza a soportar la
diferencia, es decir, la particularidad del otro, es cuando puede
producirse algún cambio en su posición subjetiva y cuando se puede
atisbar algo del orden de la falta. Esto libera al hijo de su función de
tapón en la que seguramente él también encontraba una coartada.
Goce solitario
El objeto tecnológico, que parece estar al servicio de las personas,
determina la subjetividad de la época. Ya no sólo es imposible
prescindir de él, sino que va organizando, de manera imperceptible, la
forma de relación con los otros, la temporalidad y la manera de
disfrutar. Dicho objeto se introduce cada vez más en la vida y la
intimidad, y toma subrepticiamente el lugar del partenaire. Su
proliferación promueve un goce solitario y autista, tanto en el sentido
de que cada vez se puede prescindir más de los otros como en el sentido
de que el objeto deja de ser un medio para el encuentro. La satisfacción
que procura resulta un fin en sí misma, aunque sea en compañía de
otros. Se ha desplazado el acento del otro al objeto. El objeto es el
compañero más fiel y menos problemático: brinda una satisfacción
inmediata que no necesita pasar por las vicisitudes y dificultades que
suponen las relaciones. Es como si el sujeto intentara realizar su
fantasma sin ninguna mediación. La época privilegia la dimensión
imaginaria y el goce autista y estimula la ilusión de que la completitud
o la satisfacción total son posibles.
Ya en los años ’50, Jacques Lacan decía que, en relación con la
anorexia, se debe pensar en la madre que “confunde sus cuidados con el
don de su amor” y, por lo tanto, ahoga al niño con su “papilla
asfixiante”. Los cuidados, el excesivo celo en el intento de satisfacer
las necesidades del niño, resultan asfixiantes, lo cual no sucede cuando
se trata del don de su amor.
Lacan en esa época define el amor como “dar lo que no se tiene (el
falo) a quien no es (el falo)”, es decir, que en el amor se trata de dar
la falta (más que un bien) a quien toma el lugar del objeto del deseo.
Lacan habla de la madre para quien lo importante es satisfacer las
necesidades del niño y que descuida el hecho de que, para que un niño
crezca sano, es necesario que se lo ame y que se desee algo para él, más
allá de la satisfacción de sus necesidades.
Este aspecto del amor no es el aspecto narcisista, de completitud
mutua, donde el niño llena imaginariamente la falta fálica de la madre.
Hablamos de otro aspecto, que lleva a la madre a poner en juego un deseo
que no se agota en el niño. Sólo desde la dimensión del deseo tiene la
posibilidad de dar un amor que transmita la falta.
El objeto constituye para el niño un don del amor de la madre. El
objeto vale, más allá de la necesidad, porque es un don de amor del Otro
materno. Entonces, por ejemplo, el niño aceptará o no la demanda del
Otro de ser alimentado, no tanto por la comida, por el objeto en sí,
sino por el hecho de decir sí o no al Otro.
El Otro, sin embargo, por distintos motivos, puede estar en esa
posición desde la cual privilegia la satisfacción de la necesidad
ignorando la dimensión de la falta. Cuando falta la falta y el objeto
deviene fundamentalmente objeto de satisfacción de la necesidad, el
Otro, que ya no opera como Otro simbólico, fija a esta posición de goce,
no sólo al objeto, sino al sujeto mismo.
Podemos relacionar la epidemia de anorexia-bulimia con la tendencia
al goce autista, característica del mundo actual, que, con objetos,
obtura la falta y elude la dimensión del deseo. Para ello es necesario
aclarar la relación entre alimento y objeto tecnológico. “Dar lo que no
se tiene” –esa definición que, como vimos, Lacan dio para el amor– nos
conduce al objeto nada, el objeto simbólico en su expresión más pura, en
contraposición con el objeto tecnológico. En la época del objeto
siempre a mano y apto para la satisfacción inmediata, la
anoréxica-bulímica pervierte el alimento y muestra de forma
paradigmática su dimensión de objeto de goce, igualándolo al objeto
tecnológico y utilizándolo como tal. De esta forma, constituye el mejor
ejemplo de que, para el ser humano, la dimensión de la necesidad está
abolida.
Con la maniobra anoréxica, el sujeto intenta abrir un hueco en la
compacidad del Otro; es un intento de apertura que funciona como un
pseudodeseo, porque no se trata verdaderamente de un deseo, sino de un
“No” a la demanda del Otro, a todas las demandas que le ofrecen
soluciones para obturar ese vacío en el estómago que comienza a
construir en el lugar de la falta. La falta simbólica es degradada a
vacío real, sobre el cual se puede operar con maniobras de vaciado y
llenado.
El sujeto intenta restituir al objeto su estatuto simbólico pero, a
la vez, el desarrollo de la anorexia y en particular de la bulimia, que
es su forma más extendida, pone en juego la dimensión del objeto como
objeto de goce. El sujeto goza de su nuevo objeto: primero la nada,
luego el atracón y el vómito, y el goce que obtiene con estos nuevos
objetos lo fija a esa posición, donde encuentra algo que lo asegura.
El síntoma de anorexia-bulimia que se manifiesta en la adolescencia,
en el despertar de la vida sexual de las jóvenes, toma hoy en día una
forma epidémica. Encontramos su desencadenamiento en torno de la
menarca, a la aparición de los caracteres sexuales secundarios, a los
primeros encuentros y dificultades en la vida sexual con el partenaire.
En este sentido, la anorexia funciona como una respuesta fácil, al
alcance de las jóvenes de esta época, con relación a la pregunta: ¿qué
es ser una mujer (para un hombre)?
* Miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis (ELP) (reside en
España). Texto extractado del libro Madres, anorexia y feminidad
(Ediciones del Seminario).
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