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viernes

Los discursos del cuerpo

Preguntas esenciales como “¿quién soy?” parecen encontrar respuestas hoy en la cirugía estética o en la ilusión médico-tecnológica de que se puede ser joven hasta la muerte. Esa batalla se da en los cuerpos, escamoteados o exhibidos con diversos sentidos. Aquí, un análisis del arte a la psicología, la opinión de especialistas y una entrevista con el sociólogo Nikolas Rose, experto en biopolítica.

Por Marcos Mayer

La llegada del verano es escenario propicio para el ritual de los discursos más banales sobre el cuerpo. Aquellos que apuntan al lucimiento de virtudes, a la disimulación de defectos, a la corrección más o menos drástica de imperfecciones reales o imaginarias, a la elección de la ropa y los paisajes que mejor se adecuen a esta imagen de estación. Esto que parece ser sólo una impresión queda refrendado por los datos que aporta el doctor Ricardo Losardo, presidente de la Sociedad de Cirugía Plástica de la Ciudad de Buenos Aires. En la segunda mitad del año, y sobre todo luego de comenzada la primavera, las operaciones estéticas suben alrededor de un 50%, con preeminencia de mujeres jóvenes que solicitan implantes mamarios y lipoaspiraciones. Hay una exigencia de que el cuerpo se sume a una media de belleza, determinada más por la atención especial a ciertas zonas que por el equilibrio general.
Sin embargo, hay otros discursos que atraviesan la problemática del cuerpo, que proponen distintas representaciones, formas de represión que lo escatiman o exhiben, obsesiones médicas, prácticas donde se juega ese raro borde entre la salud y la enfermedad. El cuerpo que en principio debería ser un espacio mudo termina por ser una superficie donde se pueden leer distintos significados y sobre el cual se pueden inscribir una variedad de sentidos.

La rebelión al desnudo
La desnudez se va transformando en una estrategia cada vez más utilizada para defender alguna causa. No hay semana en que no aparezca la noticia de una actriz, modelo o simple particular que se quita la ropa para abogar a favor de la ecología, para protestar por un acto de gobierno o para llamar la atención sobre ciertas cuestiones desatendidas por la sociedad. La hija de Mick Jagger, el vocalista de los Rolling Stones, se desnudó para oponerse a la extinción de ciertas especies marinas. Otra cantante, Madonna, para defender la causa de una niña paquistaní perseguida; una modelo se sacó fotos sin nada encima en el monumento a la Bandera de Rosario para manifestar de esta forma su rechazo a la cosificación de la mujer. En general estos actos se reciben con beneplácito porque de algún modo establecen un vínculo entre un cuerpo al que se considera bello –o al menos tan en principio inaccesible como el de una celebridad– y una causa que se presenta como noble, pero en otros casos, generan un intenso rechazo. Recientemente, la Iglesia hizo saber su repudio por una obra estrenada en el Teatro Argentino de La Plata en la cual la Virgen María era representada por una actriz que permanecía veinte minutos desnuda sobre el escenario. El arzobispo de la ciudad dijo que esa elección sólo se podía explicar por la profesión anticatólica del director de la puesta de Pepita Jiménez con libro de Juan Valera y música de Isaac Albéniz. El problema, según se deduce de un texto publicado por Héctor Aguier, es que la desnudez implicaba poner en cuestión el carácter inmaculado del cuerpo de María.
Una primera conclusión sería que los cuerpos pertenecen a dos categorías: una que permite su uso a través de la exhibición pública y otra en la que la desnudez queda bajo el signo de la blasfemia. Sostiene el filósofo italiano Giorgio Agamben, refiriéndose a las representaciones del paraíso en un artículo titulado “Desnudez”, incluido en el libro del mismo título, publicado por Adriana Hidalgo: “El problema de la desnudez es el problema de la naturaleza humana en relación con la gracia”. Y recuerda unas páginas más adelante que a principios del siglo XX los movimientos que predicaban el nudismo como nuevo ideal social lo hacían oponiendo “a la desnudez obscena de la pornografía y la prostitución la desnudez como ‘vestido de luz’”. Esa que parecía una diferenciación clara basada en la intencionalidad –en un caso se trata de exhibirse, en el otro de que los demás prescindan que están ante un cuerpo sin ropas– parece estar perdiendo claridad. En Punta del Este, se pretende reducir el espacio de las playas nudistas; en San Francisco, California, los legisladores prohibieron la habitual práctica del nudismo callejero. Si se quiere asistir a una representación un tanto patética de esta tensión entre el desnudo inocente y la provocación, pueden verse las infaltables notas televisivas sobre playas nudistas, que concluyen irremediablemente en que la cronista se quite la malla y se sumerja en el mar, mientras varias partes de su cuerpo aparecen blurreadas. La inocencia y la provocación en una única toma.
John Berger, escritor, crítico y artista plástico británico, establecía una distinción difícil en castellano: entre “ nude ” –el desnudo como forma de retrato– y “ naked ”, estar desnudo. Al respecto plantea: “La desnudez se revela a sí misma. El desnudo está condenado a nunca quedar desnudo, es una forma de estar vestido”. El cuerpo que se muestra en su supuesta plenitud para emitir un mensaje de alguna manera escapa a esta doble tensión. Se identifica con la causa que defiende. No se propone ser visto ni en su inocencia ni en su gesto de pura exhibición. Probablemente porque el cuerpo va adquiriendo otras significaciones.

Anatomías de la barbarie
Algunas de esas significaciones resultan trágicas. Una de las zonas del horror argentino fue la imposibilidad de los familiares de reencontrarse con los cuerpos de las víctimas de la represión. En la siniestra definición del dictador Videla, “los desaparecidos, son eso, desaparecidos. No están”. Se escamoteaba el cuerpo, se lo convertía en ausencia como una forma de eliminar toda forma de identidad, pasada o presente. Algo de esa estrategia sigue usándose entre nosotros para romper la relación entre voz y cuerpo, como ha sucedido con Julio López, ex militante de una unidad básica peronista barrial, y desde 1985 afiliado al Partido Socialista, desaparecido desde octubre de 1976 hasta junio de 1979 durante la dictadura militar y por segunda vez, en septiembre de 2006.
Esta forma de represión no fue sólo nacional. Se aplicó en Argelia, y se usó con mayor o menor intensidad en distintos países americanos en la década de 1970.
Hoy aparecen nuevas formas del uso represivo del cuerpo del otro, del escamoteo se pasa a la exhibición de los cuerpos. Es lo que sucede con las fotos de la cárcel de Abu Ghraib. Sobre esas imágenes de las torturas sufridas por prisioneros encarcelados allí tras la invasión de Irak por parte de los Estados Unidos, el pintor colombiano Fernando Botero realizó una serie de cuadros, destinados a “visualizar lo que allí ocurrió”, según declaró. Una exposición que desde 2005 viene dando vueltas por el mundo. Los cuadros amplían el límite de lo que ya se ve en las fotos, por lo menos en las que son accesibles. La humillación aparece en los cuadros aún más subrayada que en esos retratos de prisioneros desnudos y encapuchados atados como perros junto a alguna mujer sonriente y portando un uniforme militar del cual parece sentirse orgullosa. Las fotos fueron deliberadamente exhibidas, un gesto que puede leerse más como una política que como una trasgresión. Es una forma más de aniquilar al enemigo, degradar su condición humana a la vista de los demás, hacerlo cuerpo de una derrota irreversible.
Dice Estela Schindel, socióloga y autora del libro La desaparición a diario. Sociedad, prensa y dictadura (1975-1978) : “En el caso de las fotos de tormentos a prisioneros por fuerzas estadounidenses, éstas presentan la novedad de que llegan a incluir a los mismos victimarios en la imagen (un nuevo paso en la pérdida de la vergüenza o, mejor dicho, de todo límite ético-moral) y hablan de una confianza en la impunidad total por parte de quienes detentan el poder. Las fotos son también entonces señal de advertencia sobre esa dominación, donde poder ‘legal’ y ‘de facto’ se imbrican y entremezclan. Es lo que ocurre también con la exhibición de las marcas obscenas de la violencia en los cadáveres por parte de los grupos que ejercen el poder de hecho en México. En el caso de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, brillantemente analizados por la antropóloga Rita Segato, el poder escribe en sus cuerpos un mensaje dirigido a otros sectores como reafirmación de su dominación. El cuerpo femenino deviene allí mero instrumento, vehículo de un texto dirigido a otros (hombres), que han de saberlo “decodificar”. Segato sostuvo en una ponencia en Brasil: ‘La víctima sacrificial, parte de un territorio dominado, es forzada a entregar el tributo de su cuerpo a la cohesión y vitalidad del grupo y la mancha de su sangre define la esotérica pertenencia al mismo por parte de sus asesinos. En otras palabras, más que una causa, la impunidad puede ser entendida como un producto, el resultado de estos crímenes, y los crímenes como un modo de producción y reproducción de la impunidad: un pacto de sangre en la sangre de las víctimas’.” Pareciera, en este sentido, haber un retorno a formas pasadas del uso del cuerpo de las víctimas como exhibición de poder por parte de los victimarios. Al respecto, agrega Schindel: “Más que ‘avances’ o ‘retrocesos’ en la aplicación de la violencia, lo que la historia muestra es que ésta se desplaza y condensa, seleccionando en cada caso cuánto dejar entrever y cuánto esconder y sin que por ello su virulencia y efectos sean menores. Asistimos más bien a nuevas reconfiguraciones en su exhibición y ocultamiento. El desafío consiste en aprender a interpretar y desmontar sus mecanismos, como primer paso para resistir y conjurar sus efectos.” “Nuestro cuerpo es ya sólo un estorbo para nuestro cerebro”, provoca en una entrevista Kevin Warnick, académico de la universidad de Reading, experto en cibernética. Y agrega: “Nuestras neuronas se conectan mejor en red que nuestras células. Por eso nuestro cuerpo hoy se engorda y degrada: la obesidad, la diabetes... Pronto nuestros cerebros se librarán de ellos”. Warnick habla de un experimento que le permitió mover desde Inglaterra un brazo electrónico que se hallaba en Nueva York, valiéndose sólo de sus neuronas. Se trata de una forma de optimismo que para otros asume el rostro de una pesadilla: cuerpos a medida, libres de defectos, condenados a la perfección. En ese sentido, el libro Políticas de la vida , del inglés Nikolas Rose (ver entrevista con el autor , página 8), ofrece algunas cuestiones a considerar. Allí se señala la existencia de un proceso creciente de la posibilidad de intervenir en el cuerpo, tanto en su funcionamiento como en su aspecto, lo cual de alguna manera se va constituyendo en una especie de ingeniería de la vida. Eso implica, por un lado, la posibilidad de separar y reformular el camino de los distintos componentes del cuerpo, como sucede por ejemplo, con óvulos y espermatozoides que pueden cumplir su función fuera del ámbito de una relación sexual de a dos. Lo que todavía no sabemos es si toda esta nueva ingeniería biológica tanto en sus realizaciones concretas como en sus promesas más o menos factibles o fantásticas producen cambios en la relación que se mantiene con el propio cuerpo, que pasa de ser un destino (el cuerpo que nos tocó en suerte) a una posibilidad, el cuerpo que alguien puede diseñarnos.
Sostiene Patricia Faur, psicóloga, docente en la Universidad Favaloro: “La tecnología contribuye a sostener la ilusión de que es posible ser joven hasta la muerte. Quizás por eso, algunos investigadores han demostrado que las personas tienen una representación de sí mismas de 10 años menos que su edad cronológica. La ilusión de cambiar el cuerpo a través de la tecnología permite también jugar a crear nuevas identidades. ‘Transformarse en otro’ empieza a ser un experimento casi genómico para renunciar a un aspecto que no quiere hundir sus raíces en la herencia. Vivimos tiempos en los que se puede cambiar el color de la piel, se modifican rasgos característicos de ciertas comunidades, se ven caras uniformadas por criterios estéticos que se ponen de moda. La respuesta a categorías ontológicas como ¿quién soy? parece encontrar respuesta en los quirófanos. El cuerpo dice lo que queremos callar. Los consultorios de los terapeutas están poblados de pacientes que traen a sus cuerpos malheridos: cefaleas, trastornos del sueño, gastrointestinales y cardiovasculares, enfermedades autoinmunes y endócrinas y, obviamente depresión y ansiedad.
El estrés crónico muestra una respuesta desajustada de un organismo que fue exigido hasta el punto del desborde. Una respuesta sabia de nuestro sistema para adaptarnos exitosamente frente a las demandas externa e interna terminó por fracasar. El cuerpo elevado a la categoría de ídolo, el cuerpo de la estética, el de la imagen, el de la tecnología, es un cuerpo olvidado”.
Hay actividades que giran en torno del uso del cuerpo, la danza y el deporte. “Los bailarines hablamos un lenguaje físico y podemos conversar con ustedes. Intentamos hablar un lenguaje sin acentos, reducir la marca individual y lograr un tipo de armonía”, sostiene el coreógrafo Edward Villela, fundador del Miami City Ballet. Este cuerpo construido desde el modelo del ballet clásico es, desde la perspectiva de Andrea Servera, fundadora del grupo El combinado argentino de danza, requiere de cierta represión del proceso creativo porque implica seguir un modelo preestablecido. “Esos cuerpos esbeltos no siempre son, como se pretende, caminos hacia la salud. Hay anorexia en el mundo del ballet, así como la hay entre las modelos”, dice.
El baile que tenía su expresión elitista en el ballet y una dimensión privada en fiestas y reuniones, hoy ocupa un lugar de privilegio en la televisión a través del Bailando por un sueño que conduce Marcelo Tinelli. Al respecto, plantea Servera. “Es algo dominado por lo que podría llamarse el ‘efecto asado’, no importa cómo se baile sino la carne que se exhiba. No hay menor ligazón con ninguna forma del arte de bailar.” Se podría agregar que, en cualquier forma de danza, hay una especie de juego por el cual la imagen del cuerpo se muestra y se retacea. La lógica de estos concursos es que el cuerpo (segmentado) debe entregarse por completo a la mirada y al comentario del otro que suele presentarse bajo la forma de un jurado, ejecutor de una ley de la adecuación de los cuerpos.
El mexicano Juan Villoro cuenta en una de sus crónicas de fútbol haber encontrado a Ronaldinho jugando a la play station en la concentración del Barcelona. El crack brasileño había elegido como su jugador representativo al propio Ronaldinho. Una sorprendente circularidad entre el cuerpo real y esa especie de holograma en tres dimensiones que es la característica del jueguito. De todos modos, para Fernando Signorini, preparador de futbolistas como le gusta definirse y que trabajó con Diego Maradona, no es por medio de la mirada que se aprende a usar el cuerpo, sino a través de la práctica permanente, la forma en que se aprenden los movimientos. “Hay alguna técnica que se puede adquirir de esa manera, pero lo que hace la diferencia no es el cuerpo sino la inteligencia, de hecho no conozco a ningún Premio Nobel que haya sido físicoculturista”. Desde esta perspectiva, Signorini cuestiona la obsesión por modelar el cuerpo, “una especie de manía asociada a la idea de éxito, hasta se hace cierto tipo de ropa que destaca los músculos que son aparentemente el gran símbolo de la belleza corporal”.
Lo cierto es que si consideramos a la pintura (y en menor medida a la fotografía) como el lugar de representación de las imágenes posibles del cuerpo, la exposición sobre Caravaggio que se presentó recientemente en el Museo Nacional de Bellas Artes permite otro acercamiento pues rompe el automatismo del ideal del cuerpo perfecto al cual debiera tenderse. Si se compara esos modelos de pies sucios, de ropas arrugadas, rostros vencidos por el tiempo, la carne en su mortalidad más evidente, con la perfección de esas figuras de Miguel Angel, con sus músculos plenos, destinados a la eternidad, la contradicción es evidente. No se trata de la cuestión de la belleza –de hecho, algunos célebres cuadros de Caravaggio, como Tañedor de laúd es de una extrema delicadeza– sino de rechazar la idea de un cuerpo sin marcas destinado a reflejar la gloria de Dios en términos de armonía, de equilibrio y, si puede decirse así, de eternidad. En realidad, sus cuadros inscriben el tiempo y la experiencia en los cuerpos. Tiempo y experiencias que se dicen de otro modo que a través del discurso. Al final de La voluntad de saber , el primer tomo de su Historia de la sexualidad , Michel Foucault sostiene que lo único que puede escaparse a la cárcel del discurso (que es el mecanismo de reproducción del poder) son los cuerpos y los placeres. Para que los placeres puedan ser posibles no puede pensarse un cuerpo en solitario, siempre es más de uno. En su último libro, esa maravilla de la sensibilidad que es El cuaderno de Bento , John Berger cita a Baruch Spinoza: “El cuerpo humano se compone de muchísimos individuos (de diversa naturaleza), cada uno de los cuales es muy compuesto.”

Nikolas Rose: “Vamos hacia un ‘cuerpo a la carta’”


La medicina no se ocupa ya de la enfermedad, sino del cuerpo sano entendido como una máquina que debe “optimizarse”, afirma este experto británico en biopolítica. Consumo, salud y poder se funden en esta nueva realidad.

Revistaenie.com  
Por Agustin Scarpelli

Muchos pensadores han echado mano al concepto foucaulteano de “biopolítica” para explicar cómo la vida de las poblaciones (expresada en las tasas de mortalidad y natalidad, los índices de salud, la donación de órganos o los seguros de vida, por ejemplo) se ha constituido como un campo central de intervención del poder político. Entre ellos se encuentran Judith Butler, Roberto Esposito, Giorgio Agamben, Toni Negri y Michael Hardt. En ese arco vasto de autores se recorta el sociólogo británico Nikolas Rose como aquel que ha indagado en las prácticas médicas –primero estudió la psicología, luego el giro molecular de la medicina y, más recientemente, realizó investigaciones sobre el cerebro– asociándolas con los efectos inmediatos que tienen sobre lo que los hombres creemos (y queremos) ser. A diferencia de aquellos autores, sin embargo, las investigaciones de Rose son más analíticas y descriptivas y un tanto renuentes a la crítica política. 

Tal vez el eje problemático central de su último libro, Políticas de la vida. Biomedicina, poder y subjetividad (UNIPE, 2012) sea el estudio de las formas en que la medicina interviene ya no sólo en aquella vida afectada por alguna dolencia o enfermedad, sino también y de forma prioritaria, en su “normal desarrollo” para potenciarla. Piénsese, por ejemplo, en el auge de las cirugías estéticas, en el desarrollo de la industria cosmética, pero también en la proliferación de psicofármacos para aliviar el sufrimiento existencial o la venta de viagra para exacerbar la vida sexual, de forma tal que ésta logre acoplarse al imperativo de goce que irradian las pantallas; en el cultivo de células madres para fines aún desconocidos; en las campañas y leyes antitabaco, que no sólo han arrinconado al fumador en pequeños reductos para díscolos, ya sea en bares o aeropuertos, sino que lo han vuelto sujeto de consideraciones morales: fumar ya no sólo es malo para la salud sino que está “mal visto”. La lista es vasta pero lo que existe detrás de ella es la emergencia de lo que Rose llama la “ética somática” –y que responsabiliza al “individuo somático” respecto de su salud corporal futura– y el poder biomédico para intervenir en tan variados campos de la vida social, antes asociados a los mundos íntimos. Poder conferido por un nuevo tipo de saber (los desarrollos en el campo del genoma humano y la bilogía molecular) y una serie de técnicas asociadas a él que permiten manipular procesos básicos en los niveles moleculares, celulares y genético. Rose conversó con Ñ por Skype sobre estos temas. 

Usted señala que la medicina, que hasta hace poco se ocupaba de curar el cuerpo enfermo, se está transformando en una biomedicina, que actúa sobre el cuerpo sano, sus susceptibilidades y potencialidades. ¿Implica una transformación en la forma de concebir el cuerpo?

Sí. El primer cambio, sumamente importante, es que ahora concebimos el cuerpo ya no como misterio, sino como una suerte de máquina, ya que los procesos corporales pasan a ser entendidos como procesos manipulables y mecánicos. Esto permite imaginar nuevas maneras de intervenir sobre nosotros mismos, que parecen resumirse en problemas técnicos. Por ejemplo, si tomamos el trasplante de órganos, acaba de morir la persona que recibió el primer trasplante de riñón en los años ‘50. Por entonces el trasplante de un organismo a otro era algo apenas pensable, mientras que ahora ha pasado a ser tan de rutina que se habla de “déficit de órganos”, como si fuera natural extraer un órgano y reemplazarlo por otro. O sea que el cuerpo se convierte en una máquina; y como máquina puede ser organizada y reorganizada; inicialmente, quizá, para rectificar cosas que se descompusieron. Pero la línea entre reorganizar el cuerpo para corregir algo que está mal y reorganizar el cuerpo para aumentar la capacidad, lo que llamamos “optimizar”, se está desdibujando. En segundo lugar, creo que estas manipulaciones sobre el cuerpo operan en otra escala. En el libro me refiero al giro molecular de la biomedicina contemporánea: el hecho de que los mecanismos del cuerpo se buscan a nivel molecular. La molecularización permite considerar en muchos aspectos a tejidos, proteínas y moléculas como unidades manipulables y transferibles, que pueden moverse de un organismo a otro. En suma, describiría la nueva forma de comprender el cuerpo como la combinación entre estas dos tendencias: el cuerpo como un mecanismo manipulable y ese mecanismo entendido a nivel molecular.


En relación con la idea de cuerpo-máquina, disiente con Deleuze, para quien en nuestra época el cuerpo-máquina deja lugar a un cuerpo-signo, en la medida en que comienza a ser interpelado como información.
Esa idea del cuerpo-signo ya estaba en Georges Canguilhem; en efecto, la idea surgió cuando los genetistas James Dewey Watson y Francis Harry Compton Crick decodificaron el código genético. Entiendo la importancia de ese aspecto, pero creo que los cuerpos no son sólo información. Son físicos, contienen sustancias, la operación del genoma no depende sólo de la información contenida en él sino de sus propiedades topográficas. Las propiedades de las proteínas dependen de la forma de doblarse y desdoblarse, subiendo del nivel molecular hasta el nivel superficial. Pienso que la metáfora informacional de la vida es, en ese sentido, engañosa: no es más que una forma de volverla apta para su capitalización y explotación económica. 

En cuanto a la metáfora maquínica, eso nos puede llevar a pensar que el cuerpo se vuelve menos biológico que antes, pero usted dice que no es así.
Exacto: si bien está mejorado artificialmente, este nuevo cuerpo ya no es un cyborg, híbrido de humano y aparato mecánico, como en el uso de prótesis e implantes, desde el audífono hasta el marcapasos. A diferencia de los usos de la computación y la robótica, que parecerían volver a los seres humanos menos biológicos, las nuevas tecnologías de mejoramiento molecular buscan transformar el cuerpo a nivel orgánico, desde adentro: el ser humano se vuelve mucho más biológico. 

¿Eso es lo que crea tanto desasosiego en relación con las nuevas técnicas de mejoramiento?
Me parece que lo que más preocupa a los críticos es la sensación de que, a diferencia de las anteriores prácticas de automejoramiento, que exigían un entrenamiento duro, ciertas penurias y el ejercicio de la voluntad, estas técnicas de optimización pueden adquirirse sin demasiado esfuerzo. La idea de que vamos hacia un “cuerpo a la carta”, muy promovida por el mercado, donde se prometen mejoras en casi cualquier aspecto para quienes están en condiciones de pagarlas. También causa resquemor el hecho de que antes se recurría a las intervenciones especializadas para curar patologías, y que ahora, en cambio, los destinatarios de esas intervenciones son consumidores que deciden acceder a ellas sobre la base de deseos no marcados por una necesidad sino por la cultura del consumo. 

En “Políticas de la vida” habla de una “forma de vida emergente”, ¿cuáles son sus características?
La primera, más general, es que nos relacionamos con nosotros como individuos corporizados, lo que llamo la individualidad somática. El sentimiento de que hay una relación ética con este mundo y la clave es una existencia corporal somática: actuar sobre el cuerpo, transformarlo, mejorarlo, darle forma; y entender eso en el lenguaje de la biomedicina está pasando a ser el rasgo más omnipresente de muchas sociedades. Omnipresente no porque todo el mundo actúe así, sino porque se ha convertido en una especie de norma. Para poner un caso, en Inglaterra los debates sobre la obesidad y sobre el consumo de alcohol –uno estético, el otro moral– son ejemplos de la relación que debería tenerse con el propio cuerpo, regido por las ideas de salud y enfermedad, individual y colectiva. La obesidad es también un problema colectivo debido al costo que tiene para el sistema de salud. La forma de vida de la que hablo no es una en la que cada uno funciona de acuerdo con alguna norma particular, sino que la vida es uniformada y juzgada según cierto tipo de norma corpórea, una relación sobre responsabilidad personal, de cómo manejar la propia existencia somática. Con la ayuda de una multitud de expertos que dicen cuáles son los límites saludables del consumo de alcohol, o que ofrecen tratamientos a trastornos ya sea con drogas o con intervenciones quirúrgicas. Si somos ciudadanos responsables debemos hacer ese trabajo sobre nuestros cuerpos informados por los lenguajes de expertos biomédicos. 

Estos cambios, ¿tienen su origen en una necesidad política, o se produce, más bien, una apropiación política de cambios ocurridos en otros campos?
Es indudable que en la actualidad hay una preocupación política tanto por el cuerpo individual como por el colectivo, pero mi idea es que esa preocupación está enmarcada de una manera muy diferente de cómo lo era en la época de la eugenesia. Antes, se decía: “debemos tratar de eliminar a las personas que tienen tales patologías para maximizar la calidad de la raza”; hoy se trata de responsabilizar a cada individuo, a cada familia, a que cuide de su cuerpo para el bien de todos y cada uno. Si tomamos la obesidad, de nuevo, se les propone comer alimentos sanos pero también tratar de que el individuo incorpore una norma de autocontrol. De esta forma, el vínculo entre la gestión y la autogestión del cuerpo individual y la gestión del cuerpo colectivo de la población se convierte en una necesidad política.

En algunos autores, este cambio ha sido mencionado como una ofensiva neoliberal, donde el foco se pone en el interés del individuo en mejorar su “capital humano”. ¿Está de acuerdo con esa interpretación?
Desconfío un poco del uso del término neoliberal porque me parece menos una descripción que un juicio. Cuando a la gente no le gusta algo, dice: “es neoliberal”. Sin duda, la estrategia es remitir mucha de la responsabilidad por el manejo de cada problema de salud a la capacidad de acción individual. Se promueve el desarrollo de diversas organizaciones que enseñan a los individuos a manejar sus cuerpos en forma responsable. Se abre así el manejo de los cuerpos a las fuerzas del mercado: uno lo ve en Internet, donde hay organizaciones comerciales que nos guían y proveen los recursos para hacer toda clase de cosas al cuerpo y a la mente. Y hay una nueva relación entre el aparato político y este conjunto de fuerzas. Vuelvo al alcohol: en el Reino Unido se debate si debería o no haber una ley con un precio mínimo. ¿Es esto neoliberal? Prefiero analizarlo en sus propios términos: en parte puede ser conveniente, en parte se podría decir que es increíblemente ingenuo. ¿Como decirle “coma frutas y verduras” a una persona que tiene tres chicos, no tiene dinero y está rodeada de restaurantes de comida rápida, donde se pueden comer cantidades de calorías instantáneas por menos de dos dólares? Decirle a esa persona: “tiene que hacerse responsable del manejo de su relación con el cuerpo” es, por supuesto, totalmente cínico. Uno puede hacer una crítica del neoliberalismo por no haber reconocido las condiciones que arrojan a la gente en este estilo de vida y la obligan a estos comportamientos y elecciones. Pero decir simplemente “esto es neoliberalismo” creo que vacía el análisis. 

¿Hay un pasaje de la biopolítica a la bioeconomía, en la medida en que la economía tomó a su cargo la gestión de la vida?
Es imposible actualmente desanudar la verdad biológica y biomédica de su capitalización en términos de rédito económico. Pero no es que el interés en el manejo de los cuerpos individuales y colectivos abandonó el campo político y ahora se trata solamente de intereses económicos. Lo interesante es observar el entrelazamiento. Por ejemplo: el movimiento global de salud mental suele poner como argumento de sus intervenciones la cantidad enorme de personas en condiciones de recibir diagnóstico de trastornos psiquiátricos y el costo potencial que tienen para la economía.

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