Fuente: www.revistaenie.com
Imagine por un instante que, en vez de este artículo, lo que usted está viendo es una bandeja de bizcochos con pepitas de chocolate recién horneados. Con sólo verlos y sentir el aroma que
despiden seguramente ya se le haría agua en la boca. El primer bocado bastaría para despertar áreas del cerebro que controlan la gratificación, el placer y la emoción –y quizá disparar recuerdos de momentos en los que saboreó bizcochos como ésos en su niñez.
El primer bocado también estimularía hormonas que le indicarían a su cerebro que tiene combustible a su disposición. El cerebro incorporaría estos distintos mensajes a la información sobre lo que hay a su alrededor y decidiría qué hacer a continuación: seguir masticando, engullir el bizcocho y tomar otro, o irse.
Estudiar la compleja respuesta del cerebro a estas dulces tentaciones ha aportado claves para poder controlar algún día un problema de salud muy acentuado en el país: la epidemia de obesidad.
La respuesta tal vez resida en parte en una región primitiva del cerebro llamada el hipotálamo. El hipotálamo, que monitorea la reserva de energía disponible en el cuerpo, ocupa el centro del procesamiento de señales del cerebro relacionado con los refrigerios. Hace un seguimiento de cuánta energía a largo plazo está almacenada en la grasa detectando los niveles de la hormona derivada de la grasa leptina –y también monitorea minuto a minuto los niveles de glucosa en sangre del organismo, junto con otros combustibles metabólicos y hormonas que influyen en la saciedad. Cuando se come un bizcocho, el hipotálamo envía señales que llevan a sentir menos hambre. A la inversa, cuando se restringe la comida, el hipotálamo envía señales que aumentan el deseo de ingerir alimentos de muchas calorías. El hipotálamo está también conectado a otras áreas que controlan el gusto, la gratificación, la memoria, la emoción y la decisión. Estas regiones cerebrales forman un circuito integrado que está diseñado para controlar el impulso de comer.
Con las sofisticadas técnicas de imágenes cerebrales, ahora podemos ver incluso cómo responden nuestros cerebros a nutrientes específicas (la glucosa, por ejemplo) y a estímulos ambientales (como el hecho de ver comida). Nuestro equipo de investigación llevó a cabo recientemente un estudio para ver si el cerebro humano responde de distintas maneras al consumo de dos tipos de azúcares simples: la glucosa y la fructosa.
La glucosa es una fuente de energía fundamental para nuestro organismo, particularmente el cerebro. Los cambios, aun siendo mínimos, de la glucosa en la sangre pueden ser detectados por células nerviosas sensibles a la glucosa en el hipotálamo. La exquisita sensibilidad del hipotálamo a la glucosa es importante porque el cerebro requiere una provisión continua de glucosa para satisfacer sus necesidades de energía.
La fructosa, un pariente cercano de la glucosa, molecularmente hablando, posee el mismo número de calorías pero es más dulce que su prima. A diferencia de la glucosa, sin embargo, la fructosa es casi totalmente eliminada de la sangre por el hígado. Por eso, es muy poca la que llega al cerebro.
La noción de que estos dos azúcares afectan el cerebro de maneras distintas es respaldada por estudios en animales. Cuando la glucosa y la fructosa se inyectan en los cerebros de ratas, tienen diferentes efectos: la glucosa reprime las señales de hambre, mientras que la fructosa las estimula.
Nos propusimos ver si los cerebros en personas sanas respondían asimismo en forma diferente a estos dos tipos de azúcares. Fue así. El flujo y la actividad de la sangre en las áreas cerebrales que controlan el apetito, la emoción y la gratificación disminuyeron después de consumir una bebida con glucosa, y los participantes indicaron mayores sensaciones de plenitud. Por el contrario, después de tomar fructosa, las áreas cerebrales del apetito y la gratificación continuaron manteniéndose activas y los participantes no señalaron que se sentían llenos.
Normalmente la fructosa y la glucosa no se ingieren por separado; en general están juntas en los alimentos y las bebidas. El azúcar de mesa está compuesto por 50% de moléculas de glucosa y 50% de moléculas de fructosa ligadas. El jarabe de maíz con un alto nivel de fructosa está hecho con moléculas de glucosa y de fructosa desligadas, en general en un coeficiente de 45% de glucosa y 55% de fructosa. Todavía no sabemos si el azúcar de mesa y el jarabe de maíz con un alto nivel de fructosa afectan el cerebro de maneras diferentes, o si tienen, con el tiempo, efectos distintos sobre el peso corporal. En el entorno actual de abundancia de alimentos, estamos rodeados de avisos publicitarios de alimentos tentadores que a veces nos estimulan a comer aun sin tener hambre.
Los estudios por imágenes del cerebro nos han mostrado por qué. Imágenes de alimentos que hacen agua en la boca pueden activar las vías cerebrales de la gratificación y estimular las ganas de comer –una respuesta que suele ser contrarrestada por señales simultáneas de represión de los centros de “control ejecutivo” en otras partes del cerebro. En los individuos obesos, sin embargo, la capacidad de reprimir las señales cerebrales iniciales de gratificación suelen estar disminuidas. De ahí que los cambios biológicos en la capacidad cerebral de controlar nuestro impulso de comer puedan servir para perpetuar la obesidad.
Nuestros cerebros fueron diseñados para un tiempo en el cual la comida era escasa y el hambre era una causa común de muerte. Si bien hay mucha hambre todavía en nuestra época moderna, la mayoría de los habitantes de EE.UU. enfrenta un reto opuesto al que tuvieron que afrontar nuestros antepasados lejanos. La selección natural no nos ha equipado para una situación de comida abundante, relativamente barata y en general con calorías elevadas.
Abordar este problema no será fácil. Pero si queremos frenar el avance de la obesidad, primero necesitamos entender cómo influyen nuestros cerebros en lo que comemos.
© The New York Times Traduccion de Cristina Sardoy
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