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viernes

Como lograr que los chicos coman de todo

Revista Critica

Por Silvina Pini

Dos de cada diez chicos en edad escolar tienen sobrepeso, producto de una alimentación poco variada y a base de harinas y frituras. 
Los pibes que comen brócoli y pescado sonvistos como marcianos. 
Y sin embargo existen. Algunos de los mejores cocineros del país
cuentan cómo logran que sus hijos coman bien.

La escena se repite más o menos igual: el pediatra, voz sagrada para padres primerizos, anuncia que el bebé que acaba de cumplir el añito ya puede comer de todo. Ocho años más tarde ese “de todo” autorizado del pediatra se reduce a cinco o seis platos: salchichas, milanesas, pizza, fideos con manteca, papas fritas, hamburguesas y no mucho más. Un inagotable mundo de colores, gustos, texturas y temperaturas, con sus variados beneficios en vitaminas, minerales y proteínas, se ve reducido a un monótono marrón-amarillitobeige de fritos y carbohidratos.

¿Qué pasó?
Donato, el padre de Raffaella y Francesca de Santis, de seis y ocho años, lo resume muy bien: “Los padres, principalmente la madre, bajaron los brazos demasiado rápido.”
Al principio se trata de insistir: ¿El nene no come nada verde? ¿Y por qué no servirle unos fideítos con arvejas? Las primeras diez veces es posible que las rechace, a pesar de que las bolitas verdes refulgentes –si son naturales y no de lata– le resulten atractivas, pero a la onceava puede que las pruebe y le gusten. ¿Acaso el proceso no fue el mismo para muchos argentinos, grandes
mandíbulas para la carne asada, cuando se educaron en el exótico pescado crudo con soja y wasabi? Con una mano en el corazón: ¿a cuántos les gustó ese extraño picante verde flúo que en vez de bajar por la garganta subía hacia la nariz y hasta el cuero cabelludo la primera vez que lo probaron? ¿Hay algo más alejado del paladar nacional que la textura y el sabor de una lonja de pescado crudo a temperatura ambiente sumergido en una salsa ácida? Fue a fuerza de insistir que, de pronto, en plena pampa cárnica, el argentino se volvió devoto del sushi de salmón.
A los niños les pasa algo parecido. Junto con Maxi López May, Donato de Santis conduce el programa de televisión Comando gourmet, en el que ambos entran en acción en comedores escolares justo en el momento en que se prepara la comida. El objetivo del programa, divertido y didáctico, es comprender por qué los chicos se resisten a probar nuevos sabores. Donato llegó a algunas conclusiones. Por ejemplo: “Lo visual es
muy importante. Cuando preparamos un guiso de arroz con carne, si llega un masacote uniforme, los chicos no entienden qué tiene.
Recordemos que los adultos ya conocemos los ingredientes, pero ellos no, y necesitan comprender lo que comen y para eso la presentación es clave —explica de Santis—. Lo mejor es separarles los ingredientes para que los puedan identificar; que la cosa sea bien clarita: este es el arroz y esta es la zanahoria. Prueban uno y otro, exploran el gusto y van armando su propio ranking”.
Claro que ahí no termina el asunto, en realidad
es donde empieza.
Donato no duda en señalar a los padres y su falta de dedicación como la verdadera fábrica de chicos ñañosos. “Muchos padres toman la salida más fácil. Le preguntan al nene qué quiere comer y se lo preparan, así sea un sándwich de jamón y queso. No se toman el tiempo ni el esfuerzo de enseñarles que para crecer sanos necesitan calcio, fósforo, omega 3, hierro y vitaminas que están presentes en distintos alimentos,” dice Donato.
Que los chicos comprendan lo que comen, entonces, es fundamental y este conocimiento tiene un punto de inicio, su minuto cero. Martín Baquero, chef del exquisito restaurante Almacén de los milagros, considera que el arranque empieza en la experimentación directa. Su hijo Joaquín, de tres años y medio, devora con pasión entre otros cosas, pulpo y alioli, una mayonesa de ajo típica de Cataluña. “Yo siempre participé a mi hijo
en la preparación de los alimentos, lo dejé tocar, experimentar. Pisaba conmigo papas para hacer puré o tomate para hacer salsa, fue una forma de que entrara en contacto con el producto individualmente, que lo conociera y apreciara su aroma, su color, su textura. Para ellos es un juego y sin darse cuenta van incorporando conocimiento.”
Para Baquero el otro punto clave es que los padres coman de todo y lo hagan con los chicos: “Cuando mi hijo tenía cinco meses, me sentaba con él a comer pescado con la mano. El me veía comer y me imitaba.”
Martín Molteni, chef del restaurante Pura Tierra y estrella también del canal elgourmet, coincide con su tocayo. “Mi hija Jazmín, de dos años, viajó conmigo desde muy chiquita. A los siete meses fuimos a Suecia y visitábamos huertas donde cortaba hierbas que después iba a usar en la cocina y le enseñé a que frotara las hojitas y sintiera el perfume. Es el día de hoy que agarra la menta, las albahacas de todos colores, los eneldos, la ciboulette y las rompe en pedacitos, lo que sería hacer un panache de hierbas. En la terraza de casa tengo hierbas; a veces corto cedrón para llevarme al restaurante y lo dejo al lado de mi bolso, y ella lo agarra antes y frota las hojitas para sentir el aroma. Lo mismo le enseñamos con las flores comestibles, el problema es que después va al jardín del abuelo, que cultiva ornamentales, y se las quiere comer.” Es cierto que los cocineros se permiten libertades que alguien que no lo es piensa dos veces. Molteni cuenta que una vez, en un camino de la Patagonia, se habían olvidado la mamadera y el padre, cocinero al fin, paró al costado de la ruta y recolectó rosa mosqueta que estaba madura. Durante el viaje extrajo la pulpa de las semillas y alimentó así a su hija —sin mamaderas de diseño italiano—, posiblemente igual que lo hacían los mapuches hace un siglo.
Darío Gualtieri, actual chef de La Colección —el restaurante del museo Fortabat— es el padre de Jazmín, de doce años, y testigo de lo que sucede con las adolescentes. “Si la madre toma coca Analizalo’, le dije.” Baquero y Molteni asienten ylight, la hija tomará lo mismo. Si la madre hace dieta, toda la familia también come los mismos productos industriales bajas calorías.” Para Gualtieri, la publicidad, el marketing y la moda son condicionantes muy fuertes en la elección de lo que comen los adultos y, en consecuencia, los chicos de la casa. “El otro día un cliente me devolvió un pescado porque le parecía que estaba crudo. Salí de la cocina y le pregunté si le gustaba el sushi. Me contestó que le encantaba; ‘y ¿por qué este pescado en su punto no lo comés? dicen que lo mismo pasa con la carne: los clientes piden carpaccio pero el bife lo quieren recocido.
Baquero evoca una clienta frecuente de su restaurante que no se anima a pedir platos con ingredientes que no probó nunca (como la sopa de ortigas). “¿Y cuándo te vas a animar? ¿Cuánto más vas a esperar para probar lo que nunca probaste?”
Si lo grandes actúan así, qué esperar de sus hijos, concluyen.
Claro que hay muchos chicos que eluden el incesante embate de la publicidad de los productos industriales –la lechuga y otras hortalizas no hacen campañas– y tienen una relación a la comida como la que existía en décadas pasadas. León Lagares, de cinco años, hijo de periodistas de esta redacción, tomó —sin saberlo— la antorcha de su abuela gallega. Adora las rabas, los buñuelos de acelga y participa de las batallas campales que provoca entre primos la tortilla de papas —pero de su otra abuela, la italiana—, que nunca parece
ser suficiente. A León le encanta masticar despacito una zanahoria, tal vez no sólo por el sabor, sino por la acción de roerla con los dientitos de leche, y disfruta de lo que él llama “la cena de los machos”, cuando se va con su papá Daniel y su hermano Juan a zamparse un buen sánguche de cuadril a la parrillita del barrio.
Julián Tarrab, de diez, acompaña a esta periodista a comer desde que es muy chiquito. Le da un poco de pudor decirle a sus compañeros que su plato favorito es el salmón ahumado como el de Kansas, donde nunca pide hamburguesas ni papas fritas. Muere por el risotto de calabaza, el brócoli con queso derretido, la espinaca a la crema, el pescado a la plancha, los orecchiette con brócoli, berenjenas y zanahoria y el chau fan con langostinos. Su respuesta a la pregunta “¿tenés hambre?” es “depende de lo que voy a comer”, como si esa fuera la lógica: lo rico le despierta el apetito. “Hace poco fui a comer comida tailandesa y hasta comí picante, al principio me quemó, pero después me gustó. Y me encanta la comida árabe, el lajmayín de Helueni y los kebbes.”

La voz de la ciencia
Todo el que ha observado un niño pequeño de cerca sabe que son curiosos. Que se llevan cualquier cosa a la boca, que quieren tocar todo, abrir los envases y descubrir lo que hay adentro. El pedagogo Jean Piaget los llamaba “pequeños científicos” por esta actitud básica de curiosidad, clave para iniciar cualquier conocimiento. ¿Cómo es posible, entonces, que esta inclinación natural a experimentar sea contrariada por madres y pediatras que obsecadamente preparan papillas monocromáticas? La curiosidad de los chicos es
la mejor aliada para abrir la infinita paleta de colores y sabores que pueden llevarse a la mesa.
Molteni evoca con una sonrisa la primer vez que el pediatra les dijo que la bebé Jazmín ya podía comer sólidos. “Hervís una papa y una rodaja de calabaza con un poquito de sal y después la pisás con leche,” explicaba el doctor mirando, claro, a la mamá de la niña, sin saber que Jazmín Molteni ya chupaba con fruición espárragos. “Creo que los pediatras no pueden salir del estereotipo de la alimentación infantil, les cuesta sacarse el chip, pero es comprensible, ellos saben de bebés, no de comida”. El pediatra no tiene por qué dar recetas, sí puede indicar qué grupos de alimentos se van incorporando y a qué ritmo y, sobre todo, advertir si el bebé sufre alguna alergia o intolerancia a algún alimento.
También puede informarles a los padres los requerimientos de vitaminas, proteínas y minerales que necesita un nene chiquito y explicarles para qué sirve cada uno. Esa orientación debería ser suficiente para que una familia se haga cargo de introducir a sus hijos en el infinito y maravilloso mundo de los alimentos. ¿Qué papilla indicará un pediatra japonés en un país donde no hay papas ni leche de vaca?
La curiosidad, el juego, la experimentación es la ruta privilegiada por la que los chicos aprenden de todo. Joaquín Baquero come tomatitos cherry como caramelos, ¿y no se parecen un poco? ¿redondos, rojos, brillantes? ¿no tienen todas las condiciones para atraer la atención de un niño pequeño? Jazmín Molteni pide “arbolitos”, que es como la nena llama al brócoli y Jazmín Gualtieri de chiquita pedía “esos bichitos de las patitas naranjas” por los langostinos, que quería acompañar de “finos vegetales cocidos al vapor”, una frase que seguramente le había escuchado a su padre. Otro mito muy instalado es que los chicos prefieren lo dulce. Esta idea se basa en que el gusto de la leche materna es ligeramente dulce y que cuesta hacerlos cambiar. Sin embargo hay muchos chicos que “roban” los restos de café negro de una taza y otros hasta se chupan un gajo de limón. Los cocineros no se ponen de acuerdo con qué es lo que más les cuesta a los chicos y la conclusión entonces es que cada uno construye su gusto y en esta larga construcción pueden atravesar etapas, ir y venir de frutas y verduras, colores y texturas. “A Joaquín ahora las ensaladas no lo atraen demasiado,” dice
Baquero, “pero yo le busco la vuelta preparándole una vinagreta dulzona, con miel y limón, y ahí se engancha.” Para este chef lo peor que pueden hacer los padres es darles gaseosas: “Es reafirmarles un gusto hiperdulce.”

La “rehabilitación”
Alguno podrá decir que los hijos de los cocineros corren con ventaja, pero simplemente lo que prueba es que existan chicos que comen de todo, que no se trata de una proeza imposible. Es más sencillo intentarlo cuando son chiquitos, lo que no quiere decir que no se pueda cambiar el curso de la alimentación en chicos más grandes.
Jazmín Molteni deambula por la casa con el chupete al cuello y un espárrago en la mano; Raffaella de Santis a los siete meses mordisqueó con deleite una costilla de cordero que era lo que almorzaban sus padres, Joaquín Baquero come pescado a dos manos desde los cinco meses, pero, ¿qué pasa con los chicos más grandes que llevan una década sin haber visto un brócoli en su vida?
La reciente experiencia de Donato en las escuelas primarias lo lleva a afirmar que “loschicos no comen porque están supersaturados de comida hipercalórica, de azúcares y golosinas.
Para la hora del almuerzo ya comieron papas fritas, alfajores, galletitas y golosinas en el recreo.”
Jazmín Gualtieri confirma una práctica habitual en las escuelas: “En el bar del cole venden pizza, panchos, conos de papas fritas y hamburguesas,” dice ella que prefiere siempre una ensalada de manzana y zanahoria o una mixta, como las de antes, y un pedazo de carne.
El nutricionista Sergio Britos, director asociado del Centro de Estudios Sobre Nutrición Infantil (CESNI) da un sustento científico a la afirmación de Donato: “Nuestros estudios indican que el 20 % de los chicos en edad escolar tienen sobrepeso, y el cinco por ciento es obeso. Posiblemente un porcentaje de estos chicos seguirá con riesgo de ser obeso años después.” Está claro entonces que las consecuencias de una alimentación monótona y monocromática no es sólo limitar los placeres de la buena mesa, sino una cuestión de salud.
Golosinas y papas fritas en el recreo y menús escolares poco atractivos y mal preparados, es la receta ideal para que un chico coma mucho de lo malo y nada de lo bueno y se predisponga negativamente para sentarse a comer. Julián Tarrab se queja de que muchas veces la comida de la escuela es fea: “A mí el pollo me gusta, pero en el comedor no sé cómo lo hacen, pero me rebotan los dientes.” El “rebote” es consecuencia de un punto pasadísimo de cocción. Un adulto tampoco lo comería.
Martín Baquero aporta ideas concretas para que chicos de todas las edades amplíen el universo de alimentos. En esta época en que los chicos abren la heladera y las alacenas y se sirven solos, sin preguntar –antes uno le pedía a la mamá– Martín sugiere tener la menor cantidad posible de productos industriales como postrecitos, galletitas, alfajores y reemplazarlos por aceitunas, pepinitos, tomates cherry, pastas untables caseras, cereales, frutas solas o en compota, en puré, en almíbar, coco rallado y que, si el momento de picar entre horas es inevitable, que al menos sean alimentos saludables que favorezcan el aprendizaje.
“Hay que limitar la cultura del paquete, de lo envasado —se entusiasma Molteni—. Y si estás trabajando todo el día pero dejaste en la heladera esas cosas, le estás diciendo ‘te quiero’, lo estás cuidando.”
Baquero retoma su idea de la experimentación. “Hay que llevar a los chicos a hacer las compras, pero no enchufarles unas papas fritas mientras se hace el recorrido. Cuando vas al súper, encargale que llene una bolsa con tomates, con chauchas, con berenjenas, no importa si pone quince tomates, después los sacás, la idea es que los toque y reconozca después”. Se ha roto el lazo con la tierra, con la idea de que todo lo que comemos, incluso lo que viene dentro de un paquete, surgió del campo. Y tocar, oler, sentir los alimentos, es conectar a los chicos con eso. “Y también hay que invitarlos a cocinar. Muchas madres los mandan a ver tele y los llaman con la comida servida. Creo que hay que participarlos del momento en que se cocina, para que hagan algo o simplemente estén ahí mirando cómo se transforman los productos, siendo testigos del proceso.”
En el mundo de los productos envasados y listos para comer también está el delivery. En muchas familias, la comida viene con el timbre. Se abre la caja o la bandejita y allí está, para comer sin que sea necesario pasarla al plato siquiera. No se sabe cómo ni quién la elaboró, ni qué ingredientes tiene. “Es un tema de hábitos,” dice Molteni, “creen que es más rápido sacar algo del freezer y meterlo en el microondas o pedir un delivery, pero tal vez tardás menos en cortar verduras y un pedazo de pollo o de carne y saltarlo en un wok. Y no hablemos de la calidad de lo que comés, sólo de tiempos.”
Está claro que comer es parte de la cultura, de un tiempo y una geografía. El frenesí urbano y moderno impone una distancia cada vez mayor con la tierra y una anulación de los procesos.
Así como ya no se espera la estación de los duraznos, tampoco hay paciencia para que una masa leve o una torta se hornee. Pero hay una curiosidad innata en los chicos, capacidad para explorar y disfrutar. Un chico que ‘no come nada’ no nace, se hace.

1 comentario:

  1. Anónimo7:57

    Muy clara la nota. Tengo un hijo que como solo 'cinco o seis platos'. De frutas y verduras solo come tomates y acepta preparaciones con limón (limonada p.e). No tiene ningún problema en NO COMER si le ofrecés alguna otra cosa a pesar de que insistimos, comemos variado y lo hacemos participar en la preparación de las comidas.
    ¿Sólo debo seguir insistiendo?

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