La acumulación de grasa obedece a mecanismos biológicos superfluos en sociedades que producen excedentes alimentarios. Genética e industria transforman nuestros cuerpos.
Fuente: www.revistaenie.com
Por Marcelo Rubistein
Hace poco nos enteramos de que por primera vez hay más gente
viviendo en ciudades que en el campo. Casi 4.000 millones de personas en
la mira de aparatos publicitarios que nos ofrecen novedades
inauténticas y superfluas pero que logran instalarse como necesarias y
hasta revolucionarias. Cuando a fines del siglo XIX Mark Twain escribió “
Civilization is the limitless multiplication of unnecessary neccesities
” (la civilización es la multiplicación ilimitada de necesidades
innecesarias) ya percibía los cambios rápidos e irreversibles de
nuestras costumbres pero no se hubiera imaginado que cien años después
hablaríamos solos por la calle con una mano en la oreja y una legión de
motociclistas repartiría la cena de casa en casa. También supimos hace
poco que la cantidad de gente con sobrepeso supera al de personas
desnutridas. Según la Organización Mundial de la Salud, más de 1.500
millones de adultos tienen sobrepeso y, de ellos, 500 millones son
obesos. Estos números alarman porque los aumentos más significativos
ocurren en niños y familias de bajos recursos. Si bien en la Argentina
la desnutrición clásica por insuficiencia proteica y calórica bajó en
los últimos años, el desbalance nutricional adquirió un panorama más
engañoso. La ausencia de calidad alimentaria ya no se manifiesta tanto
en personas de piel y hueso sino por el contrario en rollos y pliegues
que ojos poco entrenados como los de un ex-presidente de la Nación
pueden confundir con un estado de plenitud –“a vos no te va tan mal,
gordito”. Lejos de ser un problema estético de natulareza ligera, el
exceso crónico de grasa corporal deteriora la calidad de vida y de la
salud porque induce un estado de inflamación generalizada, precipita
diabetes de tipo II y aumenta el riesgo de enfermedades
cardiovasculares.
Para entender cómo llegamos a esta epidemia
conviene observar en detalle la colisión entre dos fuerzas poderosas que
agigantaron su impacto en los últimos 30 años. Veamos. Por un lado la
fuerza de la selección natural, que a través de su paciente dinámica de
pueba y error perfeccionó durante millones de años los mecanismos
moleculares que permitieron acumular excedentes energéticos de los
alimentos consumidos en depósitos grasos. El tejido adiposo resultó ser
una de las innovaciones evolutivas claves que alentó la maravillosa
biodiversidad animal de nuestro planeta. Cambios evolutivos más
recientes en genes que controlan el desarrollo del cerebro, la postura
corporal y la movilidad de los dedos dieron nacimiento a un primate muy
particular que desde su llegada al mundo hace unos 180.000 años no ha
hecho otra cosa que transformarlo. El hombre moderno ( homo sapiens
) aprendió nuevas formas de comunicación interpersonal y grupal que le
permitieron desarrollar no sólo herramientas y tecnologías cada vez más
sofisticadas sino también civilizaciones con una capacidad sin igual de
dominar la naturaleza. Cuatro mil millones de años después del origen de
la vida en la Tierra somos testigos de un instante único en el que
colisionan dos fuerzas hípercompetitivas que se fueron perfeccionado a
través de su propio desarrollo y que no cederán fácilmente a su ambición
siempre desmedida de maximizar ganancias, la selección natural y el
modo capitalista de producción. Un ejemplo de este impacto actual es la
acumulación extraordinaria de tejido graso en buena parte de la
población capaz de producir de manera cotidiana, abundante y a bajo
costo, una variada gama de alimentos atractivos y de escasas propiedades
nutritivas.
En el cerebro de los animales vertebrados existe un
núcleo llamado hipotálamo que controla de manera autonómica (automática)
una serie de parámetros vitales como la temperatura corporal, la
presión arterial y la concentración de oxígeno en la sangre. Estos
valores se regulan de forma homeostática dentro de márgenes muy
estrechos debido a que pequeñas desviaciones comprometen la sobrevida
animal. El balance energético, en cambio, tiene dos diferencias claves.
Por un lado no es sólo autonómico sino que participa la voluntad de
buscar, obtener, masticar y tragar comida. Por otro lado, la ingesta de
alimentos no equilibra el gasto energético para mantener parámetros
nutricionales constantes sino que opera de manera alostática
anticipándose a demandas fisiológicas inminentes, como se observa en los
mamíferos hibernadores durante el otoño, las hembras durante la preñez y
los animales jóvenes durante el crecimiento. Los adultos también
tienden a comer más que lo gastado porque el hipotálamo estimula el
aumento de los depósitos grasos en preparación para un posible período
de escasez alimentaria. Estos mecanismos biológicos ancestrales resultan
superfluos en buena parte de las sociedades humanas del siglo XXI
capaces de producir excedentes alimentarios en forma constante,
ofrecerlos a diario en supermercados y kioscos, y guardarlos bajo frío
en la cocina. Por primera vez en miles de millones de años de vida
animal, muchos dejamos de sentir la incertidumbre de disponer de
alimento en los días por venir. A pesar de que podemos racionalizar
estos cambios culturales y que no hace falta aumentar nuestros depósitos
grasos en ausencia de pronósticos de hambrunas, la comprensión y el
entendimiento son propiedades privativas de la corteza cerebral, región
del cerebro con capacidades limitadas de doblegar el comando atávico del
hipotálamo. La batalla entre estas dos áreas cerebrales será eterna y
desigual. La corteza cerebral controla nuestras acciones en algunos
momentos, pero el hipotálamo seguirá pidiéndonos que comamos más y más
como lo viene haciendo por los siglos de los siglos con singular
eficiencia. Nadie duda quién está ganando la batalla. Para los que aún
creen en el libre albedrío cortical, un tercer circuito cerebral termina
por correr el fiel de la balanza hacia una posición desesperanzadora:
el sistema límbico, encargado de asignar a los azúcares, grasas y sales
el sello de consumos placenteros, transfiriendo el deseo de consumirlos
directamente a la acción.
Ahora, ¿cuánto nos pide comer nuestro
hipotálamo? ¿Cuán larga será la hambruna para la que nos prepara
ciegamente? Maximizar la ecuación energética convirtiendo excedentes
calóricos en depósitos grasos fue una ventaja adaptativa clave en la
evolución de los mamíferos. Pero mantener una mochila de grasa demasiado
pesada genera un costo muy alto porque aumentan las horas de búsqueda y
consumo de alimento y, en igual medida, la competencia feroz con
rivales voraces dispuestos a matar o morir por el próximo bocado. Cargar
depósitos grasos exagerados también disminuye la eficiencia de los
cazadores y recolectores y, más aún, la capacidad de escape ante el
ataque de un predador. Pero no somos más cazadores ni recolectores y con
el dominio del fuego y luego de la pólvora alejamos a nuestros
predadores –incluído el propio hombre. Gordos y flacos llenan el carrito
del supermercado con igual eficiencia y tranquilidad, y si tuvieran que
escaparse lo harían con igual rapidez en vehículos a motor.
Las
fuerzas sinérgicas de nuestros genes y la producción industrial de
alimentos están transformado nuestros cuerpos. El gimnasio y la
biclicleta aparecen como pequeñas barreras defensivas que por ahora
protegen a un grupo poco representativo de las megasociedades. Como
paisaje de fondo en esta lucha desigual están los bombardeos
multimediáticos con sus permanentes campañas publicitarias y marketing
de alto poder de convencimiento que renueva aromas, sabores y
promociones imperdibles. Sobrevolando la escena y la confusión de época
una bandada de mercaderes lanza desde el aire panfletos con dietas
inalcanzables, spas recuperadores y operaciones reductoras de
éxitos efímeros e incomprobables que intentan mantener viva la esperanza
de hacernos perder un primer kilo y después, si tenemos suerte, otros
más. Empresas y servicios que operan cerrando un círculo perfecto.
Primero nos engordan y después prometen adelgazarnos. Negocio redondo.
Panza llena. ¿Corazón contento?
Rubinstein es prof. Adjunto de la Fac. de Ciencias Exactas y Naturales (FCEyN), UBA. Investigador Principal del CONICET.
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