Una nueva corriente en nutrición desecha los regímenes restrictivos que, según recientes estudios, fomentan el efecto rebote.
Por: Andrea Gentil
Las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud (OMS)
muestran que hay cerca de 1.600 millones de personas con sobrepeso y
obesidad en el planeta. Alrededor del 44% de las mujeres y del 29% de
los hombres adultos hacen dieta, y un 80% de mujeres dicen estar
disconformes con el tamaño y las proporciones de sus cuerpos. Solamente
en los Estados Unidos las personas gastan casi 60.000 millones de
dólares anuales en todo tipo de dietas para adelgazar, incluyendo el
consumo de alimentos y bebidas light.
Lo paradójico es que los resultados de semejante esfuerzo no saltan a
la vista, a juzgar por el hecho de que el 35% de la población
estadounidense tiene serios problemas con su peso. Esa proporción, en la
que alrededor de 1 de cada 3 personas está excedida, se mantiene en la
Argentina y en buena parte de los países de Occidente, mientras que una
enorme cantidad se convierte en dietante crónica, saltando de uno a otro
programa de adelgazamiento, en un constante subibaja.
Así las cosas, es más que válido preguntarse si las dietas sirven
realmente para algo más que para bajar algunos kilos (difíciles de no
recuperar) en las primeras semanas. ¿Es factible depositar la confianza
en dietas que prometen resultados rápidos y espectaculares pero que
nunca hablan del largo plazo? Dietas que resumen su filosofía en un
“cerrar la boca y los ojos a la tentación” de ciertos alimentos
“prohibidos”, diabolizados, terribles. Chocolatín que me hiciste mal,
¿evitarte resuelve todos mis problemas?
Cada vez más, diferentes investigaciones científicas en el mundo
dicen que no. Que las dietas que limitan y restringen no sirven. Que
contar calorías solo empeora la obsesión por comer una vez que el
“período de abstinencia” impuesto por la dieta se termina. Que evitar el
placer de comer solo reprime las ganas hasta que un día, liberado, como
un dique que acaba de romper, arrasa con todo. Un todo que no es otra
cosa que los kilos que el abnegado dietante logró perder en unos meses, y
que no solo se recuperan sino que se acrecientan poco más tarde.
En la Argentina, la médica nutricionista Mónica Katz, directora del
curso del posgrado de Nutrición Clínica de la Universidad Favaloro, es
contundente: “Les digo no a las dietas tradicionales de cerrar la boca,
de prohibir ciertos grupos de alimentos. No a las dietas típicas del
siglo XX que ponen a los seres humanos en el rol de máquinas
termodinámicas en las que solo entra y sale y cuentan calorías. Porque
somos seres deseantes, no es posible excluir el placer que tiene lo
sabroso. Lo que sí se necesita es entrenar a esa persona que precisa
bajar de peso para que coma sanamente y logre tener el peso corporal que
le permita sentirse bien, sin privarse de disfrutar del placer del
alimento”. Con este enfoque, su libro de reciente aparición “No Dieta”
apuesta a dar pautas acerca de cómo encarar un cambio en el estilo de
vida y en la alimentación, sin dietismo.
Los antecedentes científicos le dan argumentos. Una extensa revisión
de estudios científicos hecha en la Universidad de California (UCLA,
Estados Unidos) y publicada en la revista de la Asociación Americana de
Psicología. Dice, lisa y llanamente, que las dietas no sirven para
tratar la obesidad. “En un primer momento, las personas que hacen dieta
pueden llegar a perder entre el 5% y el 10% de su peso original, pero
los kilos vuelven –resume la psicóloga y obesóloga Traci Mann, a cargo
de la investigación–. Analizando estudio por estudio comprobamos que la
mayoría de las personas recuperan su peso y lo superan; las dietas no
resultan en una pérdida sostenida de peso o en beneficios para la
salud”.
El sondeo muestra que, en promedio, luego de dos años de hacer dieta
estricta, un 23% de los dietantes superó su peso original. Pasados los
24 meses, el 83% de esas personas en dieta había engordado.
Mann va por más en su rechazo a las dietas estrictas: “Es factible
que el efecto rebote de las dietas, el perder y ganar kilos, lleven a
padecer problemas de salud; las investigaciones indican que está
asociado a un aumento en el riesgo de infarto de miocardio, accidente
cerebrovascular y diabetes”.
Por qué comemos. Los humanos, como especie, estamos sufriendo una
alteración corporal. Se calcula que hacia el año 2030 viviremos en un
mundo de personas gordas. ¿Podría ser esto un cambio evolutivo? Difícil,
porque ser más gordos no trae más ventajas, sino más problemas,
teniendo en cuenta la cantidad de enfermedades y trastornos de salud
serios que provoca.
Además, el genoma (esto es, la secuencia de genes que guarda nuestros
rasgos hereditarios) no parece haber cambiado demasiado en miles de
años. Aunque algo sí varió, y es la manera de vivir. Algo que involucra
el modo en el que las personas compran la comida, la distribuyen, la
preparan, la comen; y también las formas en las que la gente trabaja, se
divierte, se transporta, descansa, se climatiza, se relaciona, se
emociona. No son los genes los que se están modificando, sino el estilo
de vida como un todo. Y eso tiene consecuencias sobre el propio cuerpo.
Además, comer no es tan solo un abrir y cerrar la boca. Una cascada
de sustancias se pone en marcha en el organismo, incluso, ante el solo
hecho de pensar en comida, y todo un sistema que existe en pos de
garantizar algo primario, instintivo, básico: alimentarse para
subsistir. Son tres los sistemas que interactúan en el proceso: el de
balance de la energía, el del placer y el de las emociones y el estrés.
El control de todo el proceso del balance de energía del cuerpo está
en el cerebro, y sustancias como la insulina, la leptina y la grelina
van regulando la presencia o ausencia de hambre para que la persona coma
y por lo tanto ingrese energía al cuerpo antes de que el nivel de
reservas del combustible interno del organismo se vea afectado. Porque
el hambre es eso: una sensación corporal que ocurre cuando el cerebro
detecta que hay que recargar baterías para seguir subsistiendo. Cuando
el hambre llega, se ingiere lo que hay a mano, es una pulsión, violenta y
primitiva.
Pero también está el apetito, una conducta aprendida, una necesidad
emocional que se va construyendo. “A lo largo de la vida, lo que
ingerimos refuerza y recompensa el acto de comer. Lo hace de tal forma
que luego buscaremos comida o bebida solo para obtener ese placer
memorizado. Al consumirlas nos sentiremos gratificados. Nuestro cerebro
aprende a asociar esa recompensa que otorga comer a las circunstancias
que la anticipan. Se aprende que el comportamiento de ingerir es
gratificante y se memoriza. Luego, todo lo que hemos asociado con la
comida será estimulado en sí mismo, aun sin la presencia de ella”, dice
Mónica Katz.
Desde otro punto de vista, Any Krieguer explica que “desde la
perspectiva del psicoanálisis, durante el primer año de vida el contacto
del bebé con la mamá es puro placer en torno al pecho. Freud habla de
la etapa oral, cuando se realza todo ese placer y satisfacción que
siente el bebé humano en los labios y en la boca. La relación entre un
adulto y la comida puede rastrearse en el primer encuentro entre el bebé
y el pecho. Es la búsqueda de esa primera fusión”.
Queda todavía un tercer punto: comer disminuye el estrés.
Experimentos hechos con ratas muestran cómo el animal estresado come sin
parar, para tratar de frenar su ansiedad emocional. Y lo mismo hacen
las personas, buscan alimentos que las reconforten, que las hagan sentir
mejor, que las protejan del estrés cotidiano.
Hambre, placer, apetito, el círculo de relaciones que hace tan
difícil bajar de peso cuando hay obesidad. ¿Cómo comer lo que otra
persona nos sugiere comer, aunque no nos guste y por ende no nos
gratifique? ¿Cómo alimentarse con apenas un puñado de calorías, cuando
el cuerpo pide más? ¿Y qué hacer con el hambre emocional, con el estrés
que busca ser satisfecho a través de la comida?
En esa falta de respuestas está la razón por la que las dietas
restrictivas fracasan. Porque, dicen los especialistas de la corriente
del no dietar, van contra dos características humanas: la necesidad de
comer para sentirse energizados y biológicamente bien, y la búsqueda de
placer y gratificación que se asocia con la comida. Además, fomentan el
estrés, que empuja a las personas a comer para bajar los niveles de
ansiedad.
Martín Viñuales, médico especialista en nutrición y responsable de la
cocina del restaurante Magendie es contundente: “La dieta es el mayor
predictor de obesidad. Así de simple. El genoma humano no se modificó en
los últimos 50.000 años y reacciona de la misma manera cuando falta el
alimento. Si no comemos, el cuerpo se prepara para la hambruna; no
piensa que estamos a dieta sino que no conseguimos comida. Una dieta
restrictiva despierta en el cerebro mecanismos contrarregulatorios que
son más fuertes que uno mismo y aseguran la recuperación del peso, el
fracaso de esa dieta”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario