Por: A. M., C. R. y J. D. *
UN CONCEPTO QUE ARTICULA LO PSIQUICO Y LO SOMATICO
Si bien los seres humanos transitamos realidades
complejas y cambiantes que nos demandan permanentes esfuerzos de
adaptación, la mayoría de las situaciones por las que rutinariamente
atravesamos nos resultan familiares y poco problemáticas. Nos hemos
habituado a ellas a lo largo de nuestras historias de aprendizajes.
Nuestros cerebros, incansables máquinas de otorgar sentido, han
detectado las regularidades de nuestros entornos y, anticipadamente,
movilizan recursos en favor de nuestra adaptación sin que nosotros
tengamos noticia de ello. No obstante, en ocasiones, algunas
dificultades sobrepasan los recursos ordinarios con los cuales cuenta el
organismo. Entramos entonces en un proceso de estrés, esto es,
disponemos de recursos extraordinarios para hacer frente a demandas
extraordinarias. Desde esta perspectiva, el estrés no es de suyo algo
negativo ni perjudicial para nuestra salud; por el contrario, más bien
se revela como un proceso favorable que mejora nuestra performance en
circunstancias atípicamente más dificultosas. Hasta acá, todo parece
funcionar bien; pero sabemos ya que este cuadro se encuentra incompleto.
Entonces, ¿cuándo es dañino el estrés?
Responder a esta pregunta lleva inevitablemente a recalcar la
raigambre evolutiva del proceso de estrés. Recordemos que se trata de
una respuesta defensiva arcaica que prepara al organismo para luchar o
huir. Claro está que los humanos modernos rara vez resolvemos nuestros
problemas escapando o luchando físicamente, lo cual torna a la respuesta
de estrés algo anacrónica. No obstante, una sobreactivación momentánea y
pasajera puede resultarnos útil, mas no si ella se vuelve muy intensa o
duradera. Allí radica la clave del estrés patológico. Se trata de una
cuestión predominantemente cuantitativa. El estrés es perjudicial si es
crónico, vale decir, si el proceso no se detiene, sometiendo a nuestro
cuerpo a un sobreesfuerzo prolongado. Es entonces que afectará
negativamente nuestra salud. Particularmente, dos son los sistemas más
perjudicados: el cardiovascular y el inmunológico.
El proceso de estrés se inicia cuando nuestro cerebro decodifica una
situación como potencialmente peligrosa. En un plano neural esto
significa que se activa la amígdala, núcleo que subyace en la parte
profunda de los lóbulos temporales de los hemisferios cerebrales y que
posee una suprema capacidad de regular las respuestas autonómicas y
endocrinas. En situación de estrés, la amígdala estimula a la hipófisis,
también llamada glándula maestra por su función de regular a las demás
glándulas. La hipófisis genera una cascada hormonal que finaliza con la
secreción de catecolaminas (adrenalina y noradrenalina) al torrente
sanguíneo. Tales sustancias impactarán en el sistema cardiovascular
aumentando tanto la frecuencia cardíaca como la presión sanguínea,
reacciones que, puestas en la perspectiva evolutiva del estrés,
representan una ventaja. De ahí que el sistema cardiovascular sea uno de
los perjudicados por el estrés cuando este se perpetúa por largos
períodos.
La hipertensión y la taquicardia crónicas son dos consecuencias
típicas a largo plazo que, si se suman a hábitos nocivos como el
sedentarismo, el tabaquismo o una mala alimentación, predisponen
fuertemente al infarto de miocardio o accidentes cerebrovasculares, dos
desenlaces fatales característicos del estrés sostenido.
Parte del tratamiento del estrés radica en técnicas del control de
la activación, como la respiración abdominal o la relajación muscular
profunda, cuyos mecanismos fisiológicos son antagónicos a los del
estrés. De esta manera, el restablecimiento de una respuesta
cardiorrespiratoria adecuada a corto plazo, fruto de la respiración
abdominal, irá incrementando a largo plazo el equilibrio en el organismo
mediante la activación de la rama parasimpática del sistema nervioso
autónomo; esto a su vez decrementa el nivel de estrés.
La práctica regular de la relajación provoca cambios estables en el
cuerpo, los cuales ayudan a amortiguar futuras situaciones estresantes.
En suma, las técnicas de manejo de la activación entrenan al organismo a
reaccionar de manera menos intensa ante los estresores. Asimismo, como
hemos afirmado arriba, el estrés afecta al sistema inmunológico. La
misma hipófisis ordena a la corteza suprarrenal que libere cortisol, una
hormona que cumple varias funciones en la regulación de la respuesta de
estrés: genera un estado de alerta y vigilia que facilita la atención
focalizada en la potencial amenaza, gatilla mecanismos analgésicos y
antiinflamatorios por anticipación de posibles heridas en la lucha,
etcétera. Pero lo que nos interesa destacar es el poder inhibitorio que
el cortisol tiene sobre el sistema inmune. De alguna manera, se trata de
un ahorro de energías pues, en un momento de estrés, resulta más
importante defenderse de un peligro externo que de uno interno.
A largo plazo, vale decir, con un proceso de estrés crónico, ello
puede conducir a inmunosupresión, consecuencia altamente peligrosa pues
deja expuesta a la persona a la proliferación de virus y bacterias. Esto
explica por qué en las personas estresadas hallamos tan típicamente
manifestaciones difusas como dolores musculares, febrículas, irritación
recurrente de garganta, ganglios inflamados, decaimiento, fatiga,
cansancio. Todos ellos son síntomas muy similares a los de una infección
viral o a sus efectos recientes. No obstante, en este caso, más se
deben a la alteración en el funcionamiento inmunológico resultante del
estrés.
En consonancia con esto, las hipótesis acerca de la etiología de
muchas enfermedades incluyen cada vez más al estrés como un factor
causal crítico, con igual o incluso mayor peso que las variables
biológicas. Dado que el estrés constituye un síndrome complejo, con
manifestaciones cognitivas, emocionales, conductuales y somáticas, su
diagnóstico y tratamiento deberán conducirse integralmente, en todos los
niveles afectados. Los psicólogos clínicos deberíamos estar entrenados
en detectar no sólo los signos y síntomas “estrictamente” psicológicos,
sino también las señales corporales consideradas tradicionalmente campo
de la medicina. Por supuesto, la inversa también vale; esto es, los
médicos deberían saber leer las variables psicológicas de muchos
trastornos físicos. En verdad, a raíz del terreno mixto en el que se
insertan el estrés y sus consecuencias, su adecuado abordaje impone la
necesidad de interconsultas entre profesionales del campo de la medicina
y la psicología. Por ello, el conocimiento científico consensuado y
actualizado, con la exactitud diagnóstica y la precisión conceptual y
lingüística que permitan la comunicación interdisciplinaria, se revelan
como herramientas ineludibles.
* Texto extractado del trabajo “El impacto del estrés sobre la salud
física”, publicado en Revista de Terapia Cognitivo Conductual, Nº 18.
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