Viven hiperconectados. Oyen la radio mientras estudian
en un libro con la tele prendida, jugando a la play, hablando por el
celular, chateando y comiendo pizza. Eligen el acceso hipertextual en
lugar de la narrativa lineal. Funcionan mejor en red, aprecian la
gratificación constante que los incita a desafíos crecientes”: son los
“nativos digitales”, a los que el autor se dedica en este ensayo.
Por Juan Carlos Volnovich *
Es
muy probable que el operativo de instalar en el imaginario social la
figura de adolescentes aislados, semiautistas, encapsulados, no sea una
acción tan neutra ni tan inocente como pudiera creerse. Esos jóvenes,
“nuestros jóvenes”, esos a quienes les espera una temporalidad sin
futuro y una desafiliación marcada por la exclusión del trabajo y la
falta de inscripción en formas estables de sociabilidad, tienen muy mala
prensa y son objeto de una verdadera campaña difamatoria por parte de
los medios de comunicación de masas a la que contribuyen muchas veces
los “expertos”, cuando registran como conductas desviantes lo que en
realidad son producciones novedosas.
Tal vez es un exceso referirnos a quienes transitan la adolescencia
como una totalidad; antes bien, deberíamos reconocer la existencia de
múltiples universos simbólicos. Tal vez no podamos aludir a una
adolescencia cuya ética y estética su-bordine a las demás, pero eso no
tiene por qué autorizarnos a hacer caso omiso de una cultura dominante,
aunque esa cultura sea la de la parcialidad y la fragmentación.
Porque el caso es que nos ha tocado vivir un período trascendente en
la historia de la humanidad: las innovaciones tecnológicas están
impactando en la familia, en el sistema educativo, en la vida misma,
como nunca antes había sucedido. O, al menos, como desde la invención de
la imprenta, desde Gutenberg, no había sucedido. Y la cuestión no se
clausura ahí. Quiero decir: antes que asistir a la incorporación de
novedades tecnológicas, estamos atravesando significativos cambios
culturales. Hemos pasado de una cultura letrada –libro, papel y lápiz– a
una cultura de la imagen que, a su vez, rápidamente, le dejó lugar a la
cibercultura (Alejandro Piscitelli, Nativos digitales: dieta cognitiva,
inteligencia colectiva y arquitectura de participación, ed. Aula XXI).
Entonces, se trata de la cibercultura y de los sujetos que la
protagonizan. Nosotros, los “inmigrantes digitales”, “expertos” en
adolescentes, aún no hemos desarrollado los instrumentos teóricos ni las
herramientas epistemológicas con las que podamos teorizar acerca de los
procesos y las operaciones lógicas desplegadas por los “nativos
digitales”.
Hoy en día, los adolescentes se definen más como usuarios y como
autores que como aprendices. Se caracterizan por las operaciones que
pueden llegar a hacer con el flujo de información que reciben, más bien
que por el sentido que les encuentran a los textos que se les ofrecen.
Transformados en autores, las pibas y los pibes no interpretan textos,
no leen ni descifran, no incorporan algo que en el futuro puede llegar a
servirles; sólo operan, generan estrategias operativas –muchas veces
extremadamente barrocas y complejas– para que la marea de información se
les vuelva habitable.
Con el éxito editorial de Harry Potter, ante la avalancha de
bestsellers para niños, con la familiaridad del chat y de los mensajes
de texto por los celulares, con la popularidad de Facebook o de Twitter,
quienes pensaban que la lectoescritura estaba agotada y había cumplido
su ciclo en la historia de la humanidad volvieron a respirar. Claro que
el nuevo género literario de mensajes usados por los pibes rápidamente
transformó los suspiros de alivio en gritos espantados ante la
perversión de la lengua pero aun así, es inevitable aceptar que, al
menos, leen y producen textos. Escriben y... leen. Pasan el día, y
muchas veces las noches, leyendo y escribiendo.
Pero la lectura de los usuariosautores nada tiene que ver con la
lectura de los alumnos. En los alumnos, la lectura tiene una ventaja
jerárquica por sobre otros estímulos informacionales. En los alumnos la
lectura deja marcas que perduran y que reaparecen, investidas,
resignificadas o expulsadas a lo largo de la vida del sujeto. En cambio,
para los usuarios, leer es una acción destinada a producir imágenes. Es
apenas un medio para un fin, una más entre las múltiples operaciones de
recepción del hipertexto que junto a las películas, los sitios de
Internet, los afiches, los juegos de cartas, los disfraces, contribuyen a
la producción de imágenes propias que son usadas para competir con la
abrumación de imágenes aceleradas, estímulos publicitarios que los
bombardean y amenazan saturarlos.
Así, las pibas y los pibes de la cibercultura transitan como
esquiadores sobre el agua. Se desplazan a toda velocidad, intentando,
con las imágenes propias que –no sólo pero también– les brinda la
lectura, reducir la aceleración. Si se detienen, colapsan agobiados: el
aburrimiento se apodera de ellos.
Porque los “nativos digitales” aman la velocidad cuando de lidiar
con la información se trata. Les encanta hacer varias cosas al mismo
tiempo, casi todos ellos son multitasking y en muchos casos multimedia.
Viven hiperconectados. Pueden oír la radio al tiempo que estudian en un
libro la lección de historia con la tele prendida, jugando a la play,
hablando por el celular, chateando con medio mundo y comiendo pizza.
Prefieren el universo gráfico al textual. Eligen el acceso aleatorio e
hipertextual en lugar de la narrativa lineal. Funcionan mejor cuando
operan en red, y lo que más aprecian es la gratificación constante y las
recompensas permanentes que, por lo general, los incitan a desafíos de
creciente complejidad.
Pero, por sobre todo, prefieren jugar antes que estudiar. Su
alimento verdadero son las golosinas digitales y no los alimentos
convencionales. Pueden hackear la computadora más sofisticada por la
noche y, por la mañana, reprobar el examen más sencillo de matemáticas.
En un estudio riguroso, Kurt Squire y Henry Jenkins (Harnessing the power of games in education, en http://website.education.wisc.edu/kdsquire/manuscripts/insight.pdf
04/07/011) encuestaron a 650 alumnos del MIT (Instituto de Tecnología
de Massachusetts) y encontraron que el 88 por ciento de ellos habían
jugado a los videogames antes de los 10 años, y más de 75 por ciento lo
seguía haciendo. Entre no-sotros, el campeón nacional de Counter Strike
–hasta hace poco uno de los juegos más populares– es uno de los mejores
alumnos del Colegio Nacional de Buenos Aires. Estos datos contradicen
las tesis vulgares que buscan una incompatibilidad entre el desarrollo
de la inteligencia, la incorporación de conocimientos y los videojuegos.
La cuestión de los videojuegos tiene poco que ver con discusiones
acerca de la corrupción cultural o de la adicción electrónica; más bien
concierne a un profundo cuestionamiento político de la concepción
tradicional y actual de qué es aprender y de cómo se aprende, y de qué
tipo de ciudadano formar, para qué tipo de mundo.
Entonces, la elección es clara: o los “inmigrantes digitales” nos
decidimos a despojarnos de nuestros prejuicios o los “nativos digitales”
nos dejarán a nosotros conectados en soledad. Porque lo que aquí está
en juego es un cambio cultural. Ya no se trata de reformatear viejos
hábitos de pensamiento y contenidos actualizándolos, traduciéndolos al
código de las imágenes y del lenguaje multimedia, sino de algo más
complejo y sutil: reconocer que forma y contenido están
inextricablemente unidos y que, si bien el buen sentido y los talentos
tradicionales no están en cuestión, lo que sí está en cuestión es que
las operaciones lógicas no pueden plantearse en contraposición a la
aceleración, al paralelismo, a la aleatoriedad y a la atribución
diversificada del sentido.
El problema, entonces, no es la “soledad”. El problema reside en el
Otro. Más aún: el problema reside en que la nuestra tiende a ser una
cultura sin Otro. Al menos, sin un Otro simbólico ante quien el sujeto
pueda dirigir una demanda, hacer una pregunta o presentar una queja. La
nuestra tiende a ser una cultura colmada por Otros vacíos (DanyRobert
Dufour, El arte de reducir cabezas. Sobre la servidumbre del hombre
liberado en la era del capitalismo global, ed. Paidós, 2007). No hay un
Otro en la cultura actual y todavía está por verse si el Mercado reúne
las condiciones de dios único, capaz de postularse para ocupar el lugar
vacante que el Otro tuvo en la modernidad. Más bien parecería que los
nuevos tipos de dominación remiten a una “tiranía sin tirano” (Hannah
Arendt, Du mensonge a la violence, ed. Calman Levy, París, 1972) donde
triunfa el levantamiento de las prohibiciones para dar paso a la pura
impetuosidad de los apetitos. El capitalismo ha descubierto –y está
imponiendo– una manera barata y eficaz de asegurar su expansión. Ya no
intenta controlar, someter, sujetar, reprimir, amenazar a los
adolescentes para que obedezcan a las instituciones dominantes. Ahora
simplemente destruye, disuelve las instituciones de modo tal que las
pibas y los pibes quedan sueltos, caen blandos, precarios, móviles,
livianos, bien dispuestos para ser arrastrados por la catarata del
Mercado, por los flujos comerciales; listos para circular a toda prisa,
para ser consumidos a toda prisa y, más aún, para ser descartados de
prisa (Paul Virilio, La inseguridad del territorio, ed. Asunto Impreso,
Buenos Aires, 2000). La cultura actual produce sujetos flotantes, libres
de toda atadura simbólica: “colgados”.
Si la nuestra tiende a ser una cultura colmada por Otros vacíos, no
es difícil aceptar que hay varias adolescencias, que no existe una
adolescencia –o, al menos, que no existe una adolescencia hegemónica– y
que todo se reduce a la singularidad de cada una y cada uno de los
adolescentes.
Ocurre, sin embargo, que el vértigo, la velocidad con la que se
instaló la cibercultura produjo cambios significativos en las
subjetividades de lo que hasta ahora habíamos conocido como cultura
“textual” o cultura “letrada”, y esos cambios no han sido acompañados
con la misma agilidad por desarrollos ni de la pedagogía ni del
psicoanálisis.
Se impone, entonces, una nueva manera de posicionarnos frente a
quienes vienen a confrontarnos con nuestros fracasos y con el fracaso de
una cultura que de la ciencia hizo virtud y, del progreso, gloria.
Ellos son los “nativos digitales”. Aquellos a quienes Alessandro Baricco
llamó los “bárbaros” (Los bárbaros. Ensayos sobre la mutación, ed.
Anagrama, Barcelona, 2006). Esos “nativos digitales”, esas pibas y esos
pibes, desconfían de la información que queremos transmitirles; si son
poco receptivos es porque sospechan que el saber, el sistema axiomático
que les ofrecemos, no es ajeno a la catástrofe que les toca vivir.
Y lo que no les perdonamos es que, con su irreverencia, nos hagan
saber que nuestra gloria de burgueses cultos y civilizados generó,
permitió –o, al menos, no logró impedir– las peores calamidades que
sufrió la humanidad (desde Auschwitz a Hiroshima; desde la ESMA al
consenso que toleró la instalación del neoliberalismo entre nosotros,
por mencionar sólo algunos); gloria de burgueses que produjo una
generación sufrida, castigada y maltratada, a la que sólo le queda
refugiarse allí: en la oscuridad de un ciber, en la precariedad de un
estigma –un tatuaje, un piercing, una cicatriz–, precariedad de un
estigma elevado a emblema.
Así, en contraste con los jóvenes de generaciones anteriores, la
actual es la primera generación que, para lograr su independencia,
cuenta con la dependencia de las nuevas tecnologías. El holandés Jeroen
Boschma (Generación Einstein, ed. Melusina) e Inez Groen han propuesto
la categoría de “generación Einstein” para aludir a quienes nacieron a
partir de 1988. Estos autores esgrimen sobrados argumentos para
fundamentar el respeto y la admiración que les despiertan los jóvenes
contemporáneos: pibes que conocen como nadie las reglas del marketing,
que leen la prensa como periodistas, que miran películas como
semiólogos, que analizan anuncios como verdaderos publicistas, que
siguen sin dificultad alguna la complejidad de Doctor House y de Lost.
Son jóvenes que se despliegan en un universo simbólico donde sus padres y
los adultos que los rodean –“inmigrantes digitales”– no entran más que
para balbucear torpemente. Más rápidos, más inteligentes, más sociables,
se mueven como pez en el agua en el ciberespacio sin pedir permiso a
los mayores.
* Psicoanalista. Fragmento del artículo “Conectados ¿en soledad?”, que se publica en estos días en la revista Imago-Agenda.
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