Cada tradición, por excéntrica que sea, no es sino otro modo de
indagar los glosarios de una época determinada a través de las
sugerencias del paladar.
Por: Rafael Cippolini
Veamos: una heladería artesanal de origen patagónico propone entre sus
gustos helado de mate cocido con tres de azúcar. En la Fiesta Ganadera y
Artesanal de la Puna, en Antofagasta de la Sierra, Catamarca, se
invita al comensal a degustar cocina prehispánica, por ejemplo la
kalapurca, junto a un embutido de estacionamiento como el chorizo de
llama. En Mendoza y otras zonas cordilleranas no faltan restaurantes
que propongan en su menú una fondue de chocolate –también de estilo
austral– a base de dulce de leche de oveja. En muchos establecimientos
de Posadas puede degustarse licor de yerba mate, certificado por la
AAMN (Asociación Argentina de Médicos Naturistas). Sin mucho esfuerzo,
podríamos acrecentar la lista, hasta llenar varias páginas.
El interrogante se impone: ¿qué significa, a principios del siglo XXI, que una comida sea típicamente argentina? ¿una tradición de sabores únicos? ¿un continuado esfuerzo por reinventar lo telúrico transformándolo en un yacimiento –tanto sensorial como semántico– inagotable? No menos cierto es, en toda cultura se interdefinen la disponibilidad y el hábito, ahí donde los elementos que la componen se regeneran en la ductilidad del mito. Si los sabores reformulan nuestros discursos, no resulta menos exacto que eso que llamamos cultura argentina, en cada uno de sus niveles y áreas de competencia, reelabora diferentes –e instantáneas– hermenéuticas en la tarea de investigar qué implica o qué podría entrañar cada sabor. Sólo basta con repasar la interminable lista de referencias que proponen los panqueques de Lo de Carlitos, popular cadena nacida en la Costa Atlántica hace poco menos de medio siglo. Un aleph de comestibles nombres propios que determinan (o, mejor dicho, personalizan) todo tipo de gustos: así nos encontramos –cito al azar– con panqueques como el dedicado a Aníbal Troilo (roquefort, nuez y palmitos), a Norma Aleandro (crema, nuez, chocolate, coco y bañado de chocolate), o a la Coca Sarli (jamón crudo y queso). Tampoco falta aquel que honra al inventor del Viagra.
Degustaciones inspiradas en personajes y que remiten a sus figuras, a un tiempo, a un imaginario. Toda una red de conexiones, a la vez homenaje, estrategia de promoción y experimento sobre el lugar que ocupa el gusto en nuestro medio.
T. S. Eliot se refirió alguna vez a la importancia determinante de la invención culinaria en nuestros modos de vida (parafraseando a W. H. Auden, podemos sobrevivir sin amor, pero jamás sin comida) y por lo tanto la historia de nuestras ciudades bien podría narrarse a partir de los modos en que sus habitantes singularizan sus estilos alimenticios. En una nota de noviembre de 1953, César Tiempo trazó un paralelo entre el cartier parisino Saint-Germain-des-Prés y Boedo. Si en el primero concluyó sus días Oscar Wilde, tuvo su imprenta Balzac, su atelier Delacroix y su sede el café Deux-Margots, que albergó desde Rimbaud hasta los surrealistas o Sartre, por el barrio porteño se inspiraron muchos de los grandes creadores del tango y poetas memorables, desfiló Darwin “rumbo a los mataderos de Nueva Pompeya”, pero también se instaló el café Margot, que disputa con la vecina confitería Trianón, la autoría del sánguche de pavita. La cuestión jamás será menor. ¿Cómo se objetiva el gusto popular, sus relatos y contiendas?
Cada tradición, por excéntrica que sea (y sin dudas gracias a esa misma excentricidad) no es sino otro modo de indagar los glosarios de una época a través de las sugerencias del paladar. No hay más que pensar en la contundente Pizza Atómica, realizada con ajo, pimiento, morrón, salame calabrés, aceitunas y tabasco, especialidad de un clásico porteño, el restaurante El Cuartito.
La lengua popular, tan astuta como la que creemos (más) especializada, siempre reconoce fronteras: se singulariza en su conocimiento espacial del gusto. Sin ir más lejos, la sociología del fútbol –¿acaso podríamos intentar comprender a la sociedad argentina salteándonos esta materia?– encuentra un elemento productivísimo en los desplazamientos (urbanos, de clase) de la denominada pizza de cancha. Todo un símbolo. De preparación aparentemente sencilla –sin muzzarella, mucho condimento y salsa de tomate– pasó de ser un producto típico de los estadios –único sitio donde, durante décadas, se la pudo consumir– a ofrecerse en un barrio corrientemente definido chic como Las Cañitas. Si el fútbol es un estado emotivo, no por eso iba a dejar de descubrirse en un catálogo de sabores, sobre todo aquellos que el inconsciente reconoce como el combustible que distrae al estómago del hincha en la derrota y lo energiza en el resultado favorable.
Para los aficionados del arte argentino actual no constituye ningún secreto que, siguiendo al fotógrafo Marcos López, la Última Cena bien vale un asado, pero sin duda muchos menos recuerdan que un crítico con la experiencia de Osiris Chiérico consiguió su obra definitiva no mediante un análisis de la plástica de su tiempo sino ensayando sobre los placeres de la bebida. Estragos. Guía informal de la sed y los sedientos, publicada hace un cuarto de siglo, es ejemplar en este sentido: imposible no caer en cuenta que nuestra percepción es autófaga, ya que los sentidos se alimentan los unos de los otros.
Y por sobre todo, que el gusto se determina cuando encuentra las palabras precisas.
A propósito, hice referencia a la maleabilidad del mito. Es sabido que para Barthes el mito nunca es mensaje, sino forma, lenguaje. Un sistema de comunicación, “nunca un objeto, ni un concepto, ni una idea”. Un estado o empleo particular de la lengua. ¿Acaso habla y gusto no provienen del mismo órgano? La escritora mexicana Margo Glanz recuerda algunos de sus ejemplos en un libro cuyo título es todo un manifiesto: La lengua en la mano. No existe escritura que no revele –incluso a su pesar– un estado tanto personal como social del gusto.
Diversamente, para una concepción tradicional –por ejemplo, la de Vico, filósofo napolitano del siglo XVIII– accedemos al mito sólo en un retorno habilitado por el rito. El mito sucede in illo témpore, por fuera de nuestra percepción temporal.
Desde uno y otro extremo podría interpretarse un fenómeno reciente como la gastronomía peronista. En febrero pasado, el periodista Leonardo Nicosia realizó para el diario Perfil un informe sobre los bares y restaurantes temáticos que homenajean al movimiento creado por Juan Domingo Perón –tres en Buenos Aires y uno en La Plata–. En éstos, turistas, militantes, simpatizantes, políticos o curiosos pueden “degustar un risotto Puerta de Hierro, un Asado al Parquet o una original happy hour bautizada La Hora de los Pueblos”.
Política y sabor componen, desde el siglo XIX, una dupla invencible en las mitologías de nuestro país. Alcanza con pasar revista a la anécdota compilada por Augusto Belín Sarmiento, nieto del prócer, al describir la trifulca ocasionada por la discusión entre representantes de casi todas las provincias sobre las bondades de cada una de las empanadas regionales. Según su relato, Domingo Faustino oportunamente declaró: “Señores: para hacer valer cada uno la empanada de su predilección, hemos hecho caso omiso de la empanada nacional. Esta discusión es un trozo de historia argentina, pues mucha de la sangre que hemos derramado ha sido para defender cada uno su empanada.” Dixit. ¿Debimos sorprendernos entonces, cuando hace algunos años, varias troupes de repulgues danzantes invadieron las calles de Buenos Aires y otras ciudades argentinas? Promocionaban a un emprendimiento alimenticio, a una cadena de locales, pero también se perfilaron como síntesis y emblema de una época.
Mediando los años 90, las japonesas Yuka Honda y Miho Hatori crearon en Nueva York la banda Cibo Matto, locución italiana que se traduce como “comida loca”. Según sus palabras, el nombre fue inspirado por el zapping gastronómico y cultural al que puede entregarse cualquier habitante o transeúnte en la metrópoli del Empire State. Restaurantes con recetas de los lugares del planeta más distantes entre sí conviven en la denominada Gran Manzana.
Contrario sensu, el fenómeno –y sub-fenómenos– culinarios que intento reflejar no se determinan en la disponibilidad y confluencia de las comidas y sabores más disímiles biológica y culturalmente, sino como ya dijimos, en la obsesión de redescubrir, ampliar y refundar, por los motivos más heterogéneos –económicos, estéticos, incluso políticos y también en una mixtura de todos ellos– ciertas matrices de sentido que den cuenta, simultáneamente, de un modo de percibir reconocible e interminable, y de algún modo, siempre inspirado.
Lo cual, por supuesto, nunca es poco.
El interrogante se impone: ¿qué significa, a principios del siglo XXI, que una comida sea típicamente argentina? ¿una tradición de sabores únicos? ¿un continuado esfuerzo por reinventar lo telúrico transformándolo en un yacimiento –tanto sensorial como semántico– inagotable? No menos cierto es, en toda cultura se interdefinen la disponibilidad y el hábito, ahí donde los elementos que la componen se regeneran en la ductilidad del mito. Si los sabores reformulan nuestros discursos, no resulta menos exacto que eso que llamamos cultura argentina, en cada uno de sus niveles y áreas de competencia, reelabora diferentes –e instantáneas– hermenéuticas en la tarea de investigar qué implica o qué podría entrañar cada sabor. Sólo basta con repasar la interminable lista de referencias que proponen los panqueques de Lo de Carlitos, popular cadena nacida en la Costa Atlántica hace poco menos de medio siglo. Un aleph de comestibles nombres propios que determinan (o, mejor dicho, personalizan) todo tipo de gustos: así nos encontramos –cito al azar– con panqueques como el dedicado a Aníbal Troilo (roquefort, nuez y palmitos), a Norma Aleandro (crema, nuez, chocolate, coco y bañado de chocolate), o a la Coca Sarli (jamón crudo y queso). Tampoco falta aquel que honra al inventor del Viagra.
Degustaciones inspiradas en personajes y que remiten a sus figuras, a un tiempo, a un imaginario. Toda una red de conexiones, a la vez homenaje, estrategia de promoción y experimento sobre el lugar que ocupa el gusto en nuestro medio.
T. S. Eliot se refirió alguna vez a la importancia determinante de la invención culinaria en nuestros modos de vida (parafraseando a W. H. Auden, podemos sobrevivir sin amor, pero jamás sin comida) y por lo tanto la historia de nuestras ciudades bien podría narrarse a partir de los modos en que sus habitantes singularizan sus estilos alimenticios. En una nota de noviembre de 1953, César Tiempo trazó un paralelo entre el cartier parisino Saint-Germain-des-Prés y Boedo. Si en el primero concluyó sus días Oscar Wilde, tuvo su imprenta Balzac, su atelier Delacroix y su sede el café Deux-Margots, que albergó desde Rimbaud hasta los surrealistas o Sartre, por el barrio porteño se inspiraron muchos de los grandes creadores del tango y poetas memorables, desfiló Darwin “rumbo a los mataderos de Nueva Pompeya”, pero también se instaló el café Margot, que disputa con la vecina confitería Trianón, la autoría del sánguche de pavita. La cuestión jamás será menor. ¿Cómo se objetiva el gusto popular, sus relatos y contiendas?
Cada tradición, por excéntrica que sea (y sin dudas gracias a esa misma excentricidad) no es sino otro modo de indagar los glosarios de una época a través de las sugerencias del paladar. No hay más que pensar en la contundente Pizza Atómica, realizada con ajo, pimiento, morrón, salame calabrés, aceitunas y tabasco, especialidad de un clásico porteño, el restaurante El Cuartito.
La lengua popular, tan astuta como la que creemos (más) especializada, siempre reconoce fronteras: se singulariza en su conocimiento espacial del gusto. Sin ir más lejos, la sociología del fútbol –¿acaso podríamos intentar comprender a la sociedad argentina salteándonos esta materia?– encuentra un elemento productivísimo en los desplazamientos (urbanos, de clase) de la denominada pizza de cancha. Todo un símbolo. De preparación aparentemente sencilla –sin muzzarella, mucho condimento y salsa de tomate– pasó de ser un producto típico de los estadios –único sitio donde, durante décadas, se la pudo consumir– a ofrecerse en un barrio corrientemente definido chic como Las Cañitas. Si el fútbol es un estado emotivo, no por eso iba a dejar de descubrirse en un catálogo de sabores, sobre todo aquellos que el inconsciente reconoce como el combustible que distrae al estómago del hincha en la derrota y lo energiza en el resultado favorable.
Para los aficionados del arte argentino actual no constituye ningún secreto que, siguiendo al fotógrafo Marcos López, la Última Cena bien vale un asado, pero sin duda muchos menos recuerdan que un crítico con la experiencia de Osiris Chiérico consiguió su obra definitiva no mediante un análisis de la plástica de su tiempo sino ensayando sobre los placeres de la bebida. Estragos. Guía informal de la sed y los sedientos, publicada hace un cuarto de siglo, es ejemplar en este sentido: imposible no caer en cuenta que nuestra percepción es autófaga, ya que los sentidos se alimentan los unos de los otros.
Y por sobre todo, que el gusto se determina cuando encuentra las palabras precisas.
A propósito, hice referencia a la maleabilidad del mito. Es sabido que para Barthes el mito nunca es mensaje, sino forma, lenguaje. Un sistema de comunicación, “nunca un objeto, ni un concepto, ni una idea”. Un estado o empleo particular de la lengua. ¿Acaso habla y gusto no provienen del mismo órgano? La escritora mexicana Margo Glanz recuerda algunos de sus ejemplos en un libro cuyo título es todo un manifiesto: La lengua en la mano. No existe escritura que no revele –incluso a su pesar– un estado tanto personal como social del gusto.
Diversamente, para una concepción tradicional –por ejemplo, la de Vico, filósofo napolitano del siglo XVIII– accedemos al mito sólo en un retorno habilitado por el rito. El mito sucede in illo témpore, por fuera de nuestra percepción temporal.
Desde uno y otro extremo podría interpretarse un fenómeno reciente como la gastronomía peronista. En febrero pasado, el periodista Leonardo Nicosia realizó para el diario Perfil un informe sobre los bares y restaurantes temáticos que homenajean al movimiento creado por Juan Domingo Perón –tres en Buenos Aires y uno en La Plata–. En éstos, turistas, militantes, simpatizantes, políticos o curiosos pueden “degustar un risotto Puerta de Hierro, un Asado al Parquet o una original happy hour bautizada La Hora de los Pueblos”.
Política y sabor componen, desde el siglo XIX, una dupla invencible en las mitologías de nuestro país. Alcanza con pasar revista a la anécdota compilada por Augusto Belín Sarmiento, nieto del prócer, al describir la trifulca ocasionada por la discusión entre representantes de casi todas las provincias sobre las bondades de cada una de las empanadas regionales. Según su relato, Domingo Faustino oportunamente declaró: “Señores: para hacer valer cada uno la empanada de su predilección, hemos hecho caso omiso de la empanada nacional. Esta discusión es un trozo de historia argentina, pues mucha de la sangre que hemos derramado ha sido para defender cada uno su empanada.” Dixit. ¿Debimos sorprendernos entonces, cuando hace algunos años, varias troupes de repulgues danzantes invadieron las calles de Buenos Aires y otras ciudades argentinas? Promocionaban a un emprendimiento alimenticio, a una cadena de locales, pero también se perfilaron como síntesis y emblema de una época.
Mediando los años 90, las japonesas Yuka Honda y Miho Hatori crearon en Nueva York la banda Cibo Matto, locución italiana que se traduce como “comida loca”. Según sus palabras, el nombre fue inspirado por el zapping gastronómico y cultural al que puede entregarse cualquier habitante o transeúnte en la metrópoli del Empire State. Restaurantes con recetas de los lugares del planeta más distantes entre sí conviven en la denominada Gran Manzana.
Contrario sensu, el fenómeno –y sub-fenómenos– culinarios que intento reflejar no se determinan en la disponibilidad y confluencia de las comidas y sabores más disímiles biológica y culturalmente, sino como ya dijimos, en la obsesión de redescubrir, ampliar y refundar, por los motivos más heterogéneos –económicos, estéticos, incluso políticos y también en una mixtura de todos ellos– ciertas matrices de sentido que den cuenta, simultáneamente, de un modo de percibir reconocible e interminable, y de algún modo, siempre inspirado.
Lo cual, por supuesto, nunca es poco.
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